Las carencias y ausencias serán un signo real de estas Navidades en Venezuela. En otras palabras, no hay espíritu navideño. La alegría y el entusiasmo a que nos acostumbramos en el pasado no tan lejano dio paso a una especie de gran tristeza y desgano. Es evidente al recorrer las calles de Caracas y notar la falta de festividad y alegría de otros tiempos. El interior del país no es distinto. Hay una tensión colectiva que demuestra frustración. En los mercados se escucha el susurro del lamento y la queja por los precios. Los que aún llegan a comprar algo tienen sensación de abuso, ya no se entienden los costos de los productos, muchos están dolarizados y la inflación es sobre el bolívar y también sobre la moneda dura. Las leyes de la economía no existen. Buscar una caja CLAP, una cesta del gobierno, una dádiva, una caja de comida del exterior que envía algún hijo o familiar es un recurso que les queda a los honestos. Los salarios y jubilaciones de los empleados públicos son una morisqueta que nadie en el exterior se lo cree. Cuánto gana la gente, cuánto necesitan para subsistir, sin duda, muchísimo más de lo que reciben. Un señor compraba unos paquetes de papel higiénico y nos decía aquí esta mi jubilación de un mes, después de trabajar 30 años en Pdvsa.

Sumada a toda esta desdicha esta la peor: la soledad, la desesperanza, la ausencia de los hijos, de los familiares y amigos que han emigrado. Triste los que se fueron, tristes los que se quedan. Silencio que aturde en estas Navidades. Algunas autopistas y avenidas iluminadas. Apartamentos y casas en rebeldía con sus luces navideñas como señal, más que de alegría, de rebeldía. No se rinden ni se entregan. En fin, estas Navidades no se parecen a las que nos brindaron nuestros padres ni a las que les dimos a nuestros hijos; son un paisaje distinto, pero, como en los malos tiempos, quedan la esperanza, la fe y el deseo por mejores años. Por lo demás, mis mejores deseos a nuestros amables lectores en esta Navidad.


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