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Real es lo imposible, y humano, el heroísmo.

Gabriel Celaya (Parte de Guerra, 1977).

«Podemos vivir sin los dos ojos de la cara, ¿pero podríamos vivir sin el ojo del culo?». La pregunta la formuló Francisco de Quevedo y Lucientes, a quien Luis de Góngora llamó Francisco de Quebebo y por ello devino en destinatario de mordaces puyas a su nariz ―Érase un hombre a una nariz pegado/era una nariz superlativa―. Quevedo escribió centenares de poemas de altísimo vuelo lírico, entre ellos el hermoso soneto Amor constante más allá de la muerte, mas también hizo gala de ingenio y agudezas en Gracias y desgracias del ojo del culo, aproximación escatológica al universo de la risa, a través de ese tercer ojo siempre oculto, a cuyo texto pertenece la interrogante inicial; una apertura dirigida a dejar claro mi deseo de no alborotar avisperos con lo expuesto a continuación.

En la presentación del libro En (des)uso de la razón de Caupolicán Ovalles, acto celebrado hace poco más de dos años en la librería Khalatos, Rodolfo Izaguirre se refirió, entre otros acaecimientos relacionados con «una poesía de esas capaces de caernos a trompadas, de atacar los nervios en lugar de tranquilizarlos», a la reacción de Rómulo Betancourt ante la publicación de ¿Duerme usted, señor presidente? (1962), poema irreverente, por no decir insolente, donde los haya. Y, aunque parezca digresión, transcribo, casi ad pedem litterae, un fragmento del texto por él leído: «Estando Carlos Andrés Pérez preso en La Ahumada, Caupolicán lo entrevistó e hizo de la entrevista un libro titulado Usted me debe esa cárcel. Carlos Andrés cuenta allí que Betancourt, molesto, le ordenó poner presos a esos dos carajos. Se refería a Adriano González León, autor del estremecedor prólogo Investigación de las basuras, y al propio Caupolicán (este se asiló en Colombia y Adriano estuvo en prisión). Carlos Andrés le hizo ver a Betancourt que se trataba de un escándalo pasajero. Si usted quiere los pongo presos y retiro el libro de las librerías, pero eso va a acrecentar el escándalo. ¡No señor!, contestó Rómulo. ¡Mire, acá el presidente que se deja tocar el culo, lo tumban!».

No trato de equiparar a Nicolás Maduro con Rómulo Betancourt. Sería un despropósito tan descomunal cual la ira del hombre de la pipa. Este fue, además de político sagaz, un visionario estadista de dimensión excepcional ― en su encuentro con Fidel Castro, recién electo presidente de Venezuela, adivinó de inmediato los designios del barbudo comandante―; el falso mascarón del régimen militar no ha dejado de ser, ni siquiera nominalmente al mando de la república, un tirapiedras atragantado con el cargo ilegalmente ejercido, ajeno al oficio de gobernar.  Y si he traído a colación esa anécdota palaciega es porque, al recordar la alegoría anal del Rómulo aficionado a los tropos, oigo una voz que me dice ¡Nicolás, estás tumbao’!, no por encontrarse »dentro de una botella llena de escorpiones» como manifestó John Bolton en lenguaje figurado propio de diplomáticos y no de consejeros de seguridad, sino  porque el presidente interino ha estado toqueteándole  el trasero,reiterada y sistemáticamente, desde el momento mismo de su elección para ocupar la jefatura del Poder Legislativo ―único poder público legítimo del país―, y muy especialmente desde su ratificación por el soberano en la presidencia interina de la República.

Sí, a nalgada limpia contra quien no da puntada sin el dedal habanero se mueve Guaidó entre los  altos y bajos de la accidentada ruta de la transición; una ruta conducente a sintonizar la fuerza armada con el anhelo popular de cambio, a fin de evitarnos la cruenta confrontación civil, atizada no tanto por quien se deja nalguear cuanto por Diosdado Cabello, al parecer piedra de tranca y saboteador triunfante ¡por ahora!, del presunto acuerdo alcanzado, según Mike Pompeo, con varios capos del espurio régimen bolivariano, entre otros, el defensor de los intereses de Putin, Vladimir Padrino, buscando una decorosa (¡¿?!)) salida de Maduro, compromiso aceptado por cubanos y vetado por la Casa Blanca rusa. Hubiese sido el principio del fin de la pesadilla chavista; sin embargo, acaso por atávicos prejuicios izquierdosos, la aseveración del Secretario de Estado norteamericano resulta si no inverosímil, dura de tragar. 

Tal muchacho regañado, el usurpador culpa, ¡acuseta!, al imperio de la azotaina glútea; sin brújula, desorientación premonitoria de su canto de cisne, cede a las presiones de quienes temen ser juzgados por su prontuario, el pitecántropo bellaco primero en lista, y pide ¡taima!, con intención de trancar el juego y postergar sine die su partida. Pero, en el lado correcto de la historia el tiempo apremia y bulle la impaciencia. Los errores de cálculo podrían ser fatales. Sobre todo cuando Nicolás envía un mensaje con un dejo de arrogante amenaza, al madrugar en compañía de generales obedientes, como perritos falderos, a la voz del amo, y es menester abortar la desilusión y mantener en alto la moral opositora con metas aprehensibles. El momentáneo traspiés de la insurgencia obligó a elevar la apuesta con una acción de envergadura. Por eso estamos, aquí y ahora, jueves 2 de mayo, en el primer peldaño de la escalera huelguística, corolario ineludible de la primera fase de la Operación Libertad, mientras el mundo entero conmemora los quinientos años de la desaparición física de Leonardo da Vinci, y en la tierra de (des)gracia se contabilizan 4 muertos, 130 heridos y decenas de detenidos a consecuencia de la violencia oficial desatada contra la disidencia el 30 de abril y el Primero de Mayo. ¿Serán muchos los escalones y tan empinada la escalinata como largas las colas habituales? No lo sabemos ni estamos para comprar milagros en oferta. Dependerá de la confianza depositada en quienes la proyectaron y la racionalidad de su diseño. Por lo demás, no se deben obviar el paro forzoso concerniente al horario de la pereza roja y el refuerzo ya anunciado de la limosna subsidiada y patrio carnetizada.

Cuando Juan Guaidó regresó de su viaje relámpago por el subcontinente, después de la fallida entrega de la ayuda humanitaria, y pidió a los empleados públicos organizar un cese parcial de actividades, paso previo a una paralización total del entramado burocrático estatal, esto escribimos: «La huelga general es un arma política de doble filo. Su efectividad depende de la constancia de quienes la apoyan y del tenor de las repuestas del aparato represivo del Estado. Llamar a un paro general, y poder sostenerlo hasta alcanzar las metas estipuladas en su convocatoria, postula una campaña permanente de agitación, información y propaganda; requiere, además, el apoyo de sindicatos, gremios y asociaciones de trabajadores, técnicos y profesionales; asimismo, de brigadas de choque para neutralizar a esquiroles y rompehuelgas. Su éxito estriba en gran medida en lograr la adhesión del personal de sectores clave: el petrolero, en primer lugar, el transporte, de por sí inmovilizado dadas las carencias sobradamente conocidas, y el de los servicios destinados a mover los engranajes de lo cotidiano ―agua, electricidad, combustible, comunicaciones―; y no estaría demás ―sería rizar el rizo― la solidaria empatía de los agentes del orden, haciéndoles parte de la solución y no del problema».

No, un paro total de actividades a gran escala no es cualquier cosa. Es un riesgoso envite contra el tiempo y un pulso con quien se aferra al mango de la sartén; no obstante, los ha habido exitosos. El del 21 y 22 de enero de 1958 concitó la mediación de hombres de armas y uniforme para derrocar a Tarugo y acabar con el último vestigio del militarismo andino. En 1979, en Sao Paulo, más de 170.000 obreros metalúrgicos detuvieron el corazón industrial de Brasil y la dictadura militar entonces gobernante, accedió a ajustar los salarios semestralmente, satisfaciendo las exigencias del sindicato liderado por Lula da Silva. Apenas un año después, en Gdansk, Polonia, Lech Walesa y el movimiento Solidaridad iniciaron una huelga en los astilleros Lenin y cambiaron radicalmente las relaciones laborales en una nación comunista, a despecho de los soviéticos, y el rumbo mismo de la historia. El desafío es colosal, sí, y entrañaría un espectacular agarrón de culo al títere castroñángara. La nalgada definitiva para que se marche a pie, como los migrantes, pero con el fundillo manoseado y el rabo entre las piernas. ¡Adiós!

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