El castrismo es un proyecto que cree y creerá de manera absoluta en la guerra eterna. No concibe otra manera de mantenerse en el poder. Desde antes de adueñarse del país y hasta su último suspiro Fidel Castro estuvo todo el tiempo en pie de guerra, lo mismo dentro que fuera de la isla. Guerra en escuelas, hospitales, barrios, África, Latinoamérica, organizaciones internacionales, festivales de arte, olimpiadas deportivas e incluso en eventos humanitarios.

“La guerra de todo el pueblo”, llegó a decir el caudillo del Caribe. Y no le faltó algo de razón, pues si bien todo el pueblo no sentía la necesidad de apoyarle en su desaforada ansia de poder y en sus psiquiátricas invenciones, sí logró obligar a casi todo el pueblo a hacerlo, o al menos a parecer que lo hacía.

Todo gobierno, grupo civil o persona que no le muestre su apoyo al castrismo, o al menos se haga de la vista gorda ante su maquiavélica naturaleza, no será para sus gendarmes un mero antagonista sino un enemigo a muerte. Y esto es algo que el mundo, luego de casi seis décadas, debía conocer. Sin embargo, no es así.

No son pocos los que aún creen –y algunos hasta se atreven a pregonarlo– que al régimen cubano solo le interesa reprimir a la disidencia interna. Ciertamente no podemos culparles por esta muestra de peligrosa inocencia, pero sí podemos decirles que están muy equivocados. Incluso, quienes hemos padecido la larga embestida del castrismo, tenemos el deber de recordarles que su equivocación puede causar grandes daños, muchas veces irremediables.

El castrismo –como toda dictadura– es una maquinaria que las 24 horas del día no solo se preocupa por mantener el control interno de sus ciudadanos sino que a la par no deja de trabajar para tratar de causar daños más allá de sus fronteras (que ha intentado ampliar todo el tiempo: los países del llamado socialismo del siglo XXI es una triste realidad).

Los dardos del castrismo han llegado incluso a su eterno enemigo: Estados Unidos, al que jamás ha querido aceptar como un país o un sistema con ideas y prácticas diferentes –democráticas– sino que en su espíritu de odio belicista ha preferido llamar “el imperialismo yanqui”, frase y concepto que ha logrado exportar, con bastante éxito, por el mundo, sobre todo por Latinoamérica. El imperio de los Castro –uno de los más peligrosos de la contemporaneidad– es el único imperio que jamás ha querido mostrarse como tal. Y eso le ha ayudado mucho. 

Una noticia que ha dejado estupefacto a muchos es el ataque acústico sufrido por varios diplomáticos en La Habana. El gobierno de Washington acaba de sumar 2 estadounidenses más a la lista de víctimas, ascendiendo ya a 21 personas y se espera que no termine ahí, pues como bien ha dicho Heather Nauert, portavoz del Departamento de Estado, “es posible que el número aumente aún más a medida que se descubren más casos, pues se sigue evaluando al personal”.

El Departamento de Estado publicó en agosto pasado que varios funcionarios de su misión diplomática en Cuba habían experimentado síntomas físicos causados ​​por estos ataques, de los que hasta ahora se ha informado muy poco. Algunos medios han hablado de pérdida de la audición, daños en el cerebro y que estas lesiones pudieran haber sido causadas por dispositivos capaces de provocar un sonido inaudible –ondas ultra e infrasónicas– instalados por los servicios de inteligencia cubana en casas alquiladas en La Habana a los diplomáticos.

¿De verdad es posible creer que el régimen de La Habana no seguirá intentando afectar a todo el que constituya el más mínimo obstáculo? Deben cuidarse mucho –y espero ya estén alertas– el resto de las misiones diplomáticas que en Cuba existen. Para el castrismo ningún gobierno –siquiera los que forman parte de su coro– es un buen vecino. O solo lo es hasta que deja servirle en sus macabras intenciones o al menos hasta que rompen el contubernio o el silencio. Para este tipo de regímenes las relaciones solo se basan en el apoyo incondicional o en la guerra.

Nunca podemos olvidar que con el castrismo nadie está a salvo.


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