Venezuela está irreconocible, pavorosamente extraviada. Sin horizontes que mirar y, si acaso, con un solo sueño por construir, vinculado, por supuesto, a la libertad y el bienestar perdidos. Dedicarle minutos de reflexión a lo acontecido en estos veinte años es sumergirse en una película del terror con final espeluznante y eso lastima el alma a tal punto que nos pone a navegar en un mar de incertidumbres y desesperanzas. Si tomo estas navidades para hacer un diagnóstico de la enfermedad que la aqueja, tendría que comenzar por decir que el mal es tan grave que puedo  afirmar con absoluta certeza que nunca en mis ochenta y cinco años de vida presencié unas navidades en las que no hubiese nada que celebrar y mucho por lo que llorar con rabia.

No es celebrable, ni  fácil de  digerir, que en vez de estar mirando el futuro al ritmo de las nuevas tecnologías y descubrimientos científicos, nuestra población se conforme con tener lo mismo que tenía hace veinte años cuando llegó el tsunami comunista vestido de militar con un discurso mentiroso y destructor por los cuatro costados. No es celebrable, ni fácil de digerir que nuestro país se esté desangrando con una diáspora absolutamente provocada por la puesta en marcha de políticas que solo podían concluir en la destrucción de todos nuestros tejidos sociales, políticos, económicos y morales tal como ha sido el resultado de esta “gesta”  destructora a la que ha sido sometido un país que tenía otros sueños. No celebrable, ni es fácil digerir que un régimen impostor haya dilapidado la inmensa fortuna nacional en una pésima administración, llena además de una siniestra como impúdica corrupción, cerrando con ello el futuro a las nuevas generaciones.

No es celebrable, ni fácil de digerir que de país enrumbado a un futuro brillante hayamos pasado a ser de golpe y porrazo uno de los países más paupérrimos del orbe y que, de seguir por el camino al que lo ha llevado el castrocomunismo, terminará por ser otro ejemplo más de un país destruido por la asunción de ideologías autocráticas con métodos contra natura como son, entre muchos otros, la violación continuada de la Constitución, el asesinato de la división de poderes, las inhabilitaciones de líderes políticos sin un debido proceso público, el desconocimiento sistemático de la voluntad popular, la eliminación arbitraria de los partidos políticos, la violación continuada de los derechos humanos, la criminalización de la oposición, la censura y el desmantelamiento de los medios de comunicación, cuya más reciente víctima ha sido El Nacional, diario en el que mi generación aprendió a descubrir la realidad social y política de nuestro accidentado país, la arbitrariedad, el uso del insulto, la calumnia  y la amenaza para someter toda opinión adversa y sobre todo el uso de la comida como arma para silenciar la protesta de un pueblo que tiene hambre. Todo un sistema despreciable de gobierno que, minuto a minuto, va produciendo nuestros muy dramáticos desvelos por el costo de la vida, los anaqueles vacíos en los abastos y mercados, la falta de medicamentos para todo tipo de patologías, el colapso del sistema educativo, de muestro sistema de salud, de los hospitales y ambulatorios, una inseguridad cada día más asesina, la aparición de nuevas mafias que van haciendo más invivible a un país que una vez estuvo llamado a ser la vanguardia de América Latina,

No es celebrable, ni fácil de digerir que hoy las calles de Venezuela huelan a tristeza y el alma de sus habitantes viva  en ese rudo y a veces devastador sentimiento que llamamos decepción, y en  sus ojos se puede tocar la pesadumbre. Es como si todos los elementos que conforman el paisaje fuesen  la prueba  de la frustración colectiva que vive un país cuyos habitantes, diera la impresión,  perdieron las ganas de luchar. No logro una explicación de lo ocurrido con aquel océano de personas que al más  mínimo llamado salía con sus banderas y sus cantos de libertad a vestir con su entusiasmo todas las calles y plazas de Venezuela. Hoy no sé dónde están, si todas se fueron con la diáspora, si pasaron a militar las filas de los no opinantes, o si de la militancia  abstencionista pasaron a formar parte de esa masa, no tan pequeña, que prefiriere  quedarse en casa a esperar que ocurra algún milagro.

Nada, vuelvo a repetir, nos da motivos para festejar nada. Hasta las gaitas que gobierno y comerciantes obligan a poner a los medios para animar los días festivos sirven para alegrar el alma de una población que, como rara cosa, saca a relucir cada vez menos su eterna militancia en el buen humor para mitigar sus penas porque, sencillamente, la enfermedad que el régimen ha inoculado con carácter de epidemia logró hacer mella en el espíritu nacional. Basta escuchar los insultos y el lenguaje de sus máximos representantes para que todo intento de hacer chistes se apague y la sonrisa confiada y grata del venezolano se esconda.

Tampoco es celebrable, ni fácil de digerir a estas alturas, que las oposiciones hayan perdido la brújula y que no terminen de entender los partidos que la conforman, que por esa vía están redactando su propia carta de defunción, hecho que bajo ninguna circunstancia es ni puede ser motivo de celebración.

Ese es el paisaje que recibirá la llegada de 2019, año en que para bien o para mal llegará a su fin  una tragedia que se fue desarrollando con las torpezas de sus protagonistas, cuestión que, así como nunca será motivo de celebración, tampoco puede ser materia de olvido.  

Con alto sentimiento les deseo a todos lo mejor en esta Navidad y en el año 2019.


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