Cuando la muchacha vio el libro sobre la mesa del chiringuito de la playa La Cueva del Gallodonde habíamos entrado para almorzar, en la población de Conil de la Frontera (provincia de Cádiz), exclamó: “¡Es una novela magnífica!”.

Debía de ser una de esas estudiantes universitarias que se emplean temporalmente durante el verano para lograr algún ahorro con el fin de ayudarse a sufragar los gastos del curso venidero.

—¿Ya llegó a lo de la Munfarija? —dijo a continuación.

—¿Viene en el libro ese poema del Imán al Nahoul con el que los árabes enseñan a tener paciencia cuando sobrevienen las adversidades y que recitan mentalmente como si se tratara de una oración pasando las cuentas del tasbih, el rosario musulmán, entre los dedos? —repliqué.

—Yo estudio filología francesa y este libro fue el último que nos hicieron leer al finalizar el curso —comenzó a explicar…

Pero ahí ha quedado la conversación, porque acaba de darse cuenta de que se acercaba el dueño del chiringuito –uno de esos andaluces que saben mandar porque lo sufrieron antes– y este debió haber advertido a las temporarias contratadas que con el cliente, fuera de lo que se refiera al menú y a la bebida, ni una palabra de más. De modo que agotada esa línea de discurso, concluye la conversación: “¿Y de bebida, qué les apetecería?”.

Mahi Binebine quedó finalista en uno de los premios literarios más importantes de Francia este año con Yo, bufón del rey, la novela que he dejado sobre la mesa y que una vez leída me ha hecho darme cuenta de por qué a la joven le llamó tanto la atención el modo en que el autor trae a cuento a la Munfarija, ya casi al final de la obra, cuando el protagonista, el bufón, encuentra consuelo en ese extraordinario poema para su desventura familiar.

Según se puede apreciar en la solapa del volumen, Binebine, que es de origen marroquí, estudió matemáticas en París y luego se dedicó al cine y a la literatura. Sobre el origen de la Munfarija –sea o no verdad– dice lo siguiente: había una vez un rey que ante la eventualidad de que su mujer se encontraba a días de dar a luz al que iba a ser su heredero, quiso regalarle una esmeralda del tamaño de una uva de moscatel y para ello, es decir, para engastarla en un anillo, pidió consejo sobre el joyero más adecuado que hubiera en la región. Le dijeron que el más reputado era, al mismo tiempo, un hombre de buen gusto porque pasaba, además, por ser un poeta conocido. Y así fue como el rey en persona se acercó a la casa donde vivía el joyero con el propósito de que conformara la esmeralda en un anillo. Le dio solamente dos días para que el trabajo estuviera listo porque quería tenerlo a mano en el momento en que la esposa diera a luz y aunque los adivinos hablaban de una fecha y de un heredero varón, eso rondaba con lo posible, pero no con lo exacto. Así quedaron y esa misma noche, el joyero poeta se encerró en su gabinete, se hizo alumbrar de la mejor manera posible e inició su trabajo.

La cosa es que nada más haber comenzado a pulir la esmeralda para engarzarla en el anillo, la piedra se partió en dos pedazos. Naturalmente, al joyero se le vino el mundo encima, porque en el momento en el que el rey tuviera noticia de lo ocurrido, su paso por la gloria que siempre es efímera y escurridiza, terminaría ignominiosamente en el cadalso.

De modo que el resto de la interminable noche, de cara a su destino, la dedicó el joyero a escribir un poema en el que pedía a Dios misericordia y fortaleza de ánimo para afrontar el infortunio. El poema, si es susceptible de traducir el vocablo con que se titula en árabe, Munfarija, significaría algo así como apaciguamiento.

Con los primeros rayos del sol que anunciaban el nuevo día, escuchó el poeta joyero –más ya lo primero que lo segundo– unos fuertes golpes a la puerta de su vivienda. Era el visir del rey.

—¿Ya se han enterado de lo de la esmeralda? —dijo el poeta al visir que llegaba con cara de acontecimientos.

—Calcula —dijo el visir— que lo hecho como trabajo vas tener que deshacerlo, porque ocurre que la reina ha dado a luz gemelos y en lugar de un anillo con toda la esmeralda, el rey quiere dos recuerdos, uno para cada mano de la reina y en ese caso tendrás que dividir la esmeralda con todo cuidado en dos trozos. Prescinde del trabajo hecho y comienza de nuevo.

El joyero pensó que Dios había escuchado su plegaria en medio de la desolación.

Y así sucedió que el trabajo resultó del beneplácito del rey y el poema quedó como otra nueva joya literaria en la literatura del Islam.

En la novela de Binebide, la Munfarija presta consuelo al bufón muchos años después de escrito y, tal vez como tantos otros –así ocurre con el argumento de El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina– proviene de Bizancio y fue descubierto cuando lo de la literatura aljamiada entre las paredes de una casa derruida en el siglo XVIII en alguna población del reino de Aragón. ¿Quién sabe?

Lo que sí es más cierto y palpable es que la estudiante de filología francesa se me ha acercado al abandonar el chiringuito para desear: “Felices vacaciones, señor”. No dijo “caballero”, lo evitó, porque con ese término es como los andaluces reducen a un cliente en Andalucía a un don nadie. No es mucho, pero esa deuda, al menos, contraje ese día con la Munfarija.

De nuevo en la playa, el ronquido del mar que siempre gasta voz de borracho cuando habla y los gritos de los niños sobre la arena, le llevan a uno a recordar aquello de Lorca –de ese otro poeta del que está impregnada Andalucía– en aquel verso suyo: “¿Dónde llevas silencio tu cristal empañado de voces y de ruido del viento?”.


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