Venezuela, un país de cuna y esencia beisbolera, disfruta su afición por el fútbol cada cuatro años, iniciada con frenesí desde aquel mítico Mundial de México 70,  cuando la selección de Brasil y Pelé deslumbraron a millones de seres humanos de todos los continentes, implantando un deporte global como ningún otro lo ha hecho, de dimensión civilizatoria integrada a la modernidad que vivimos.

Este evento universal ha tenido tanto impacto que se ha sembrado en nuestra cultura deportiva entre otras dos tradiciones: una anual, la Serie Mundial de Beisbol, y la otra, que aglomera a los fanáticos de las colonias extranjeras, sobre todo de Europa, así como los de las selecciones de los países de Suramérica, hasta que llegue la Vinotinto a ocupar también un espacio en el corazón de una nación.

Pues bien, ese pasatiempo que apasiona y se vive cada cuatro años y que tantas alegrías dio, vive hoy en nuestros lares días muy tristes, más bien desolados, debido a que clubes, tascas, restaurantes, cafés de cualquier parroquia caraqueña o de cualquier ciudad o rincón del interior del país, se asemejan más a los pueblos de casas muertas de Miguel Otero Silva, que a los espacios de jolgorios y alegrías de un pasado reciente.

Los dos últimos mundiales de fútbol –los de 2014 y 2018– han reafirmado junto a tantas desventuras que hemos sufrido en lo que va de siglo XXI que somos un país de sueños rotos, del cual huyen despavoridos millones de jóvenes que no ven futuro en la tierra donde nacieron, quedándoles solo como destino el exilio y el destierro.

Quien opine que este es un relato exagerado consulte con su cartera y atrévase a consumir cualquier bebida que acompañe la partida: si de un simple refresco se trata le puede costar la mitad del salario mínimo mensual, pero si es el caso de cualquier producto referido a elixires del dios Baco podrá constatar con lágrimas  de impotencia que no alcanza ni para un pasapalo arrabalero.  

Además de todos los crímenes de lesa humanidad de los cuales es acusado el régimen dictatorial madurista, que ha sido emplazado en numerosas demandas ante la CIDH, ante la Corte Penal Internacional de La Haya, ante la OIT por las violaciones a los derechos laborales, en fin, por mantener a un pueblo sin medicinas ni alimentos; hay uno que a lo mejor no está tipificado en ningún código de leyes, ni convenios internacionales y por el que tendrá que rendir cuentas en su debido momento. Nos referimos al haberle quitado la alegría a un pueblo, la aspiración a disfrutar la vida con su familia, amigos y su entorno, al separar a hijos y nietos de sus padres, y a presenciar con envidia cómo en las gradas de Moscú y de San Petersburgo, entre otras sedes, los aficionados de todo el globo terráqueo se vacilan un Mundial de Fútbol como lo disfrutábamos en otra época.

Si algo es intrínseco al venezolano es su espontaneidad, ocurrencia, amistad, el optimismo, la irreverencia, hoy frustrados por una gestión del resentimiento y la maldad como políticas de Estado. Luchemos para que no nos arrebaten  nuestros sueños y regresemos a la vida decente que una vez tuvimos, en el contexto de una Venezuela próspera que nos merecemos.


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