La tragedia que vive Puerto Rico, luego del destructivo huracán María, ha dejado al descubierto un entramado de anomalías del que participa buena parte de la ciudadanía, incluido el propio mandatario nacional.

Ya la isla vivía las consecuencias del paso tangencial de Irma, cuando María llegó con toda su fuerza dejando imágenes que parten el alma: inundaciones, edificaciones y casas en el piso, el pueblo sin electricidad e incomunicado, al punto de que todavía hay personas buscando sus seres queridos. Es un drama humanitario que viene a sumarse a las dificultades económicas y financieras que vive el pueblo boricua.

Pero, a partir de ese drama real, descarnado y doloroso se levanta otro: la indiferencia demostrada por el gobierno federal en su actuación y respuesta frente a la prevención y manejo de la emergencia. Puerto Rico lidia con una situación similar a la de Nueva Orleans cuando recibió la visita devastadora del huracán Katrina. Y contrasta la asistencia federal prestada en Houston y Miami o el sur de la Florida al paso de los huracanes Harvey e Irma. En el caso de Houston, la dimensión destructiva y su impronta sobre vidas y familias fue igualmente catastrófica, pero la diligencia gubernamental, la preventiva y la posterior, fue proporcional y admirable ante la tragedia. ¿Por qué no ocurrió así en Puerto Rico?

Las primeras respuestas oficiales y de socorrismo que concurrieron a la isla no vinieron del gobierno federal, sino del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, quien desplegó a la guardia nacional y otros recursos estadales para el auxilio de Puerto Rico. Y es que entre la Isla del Encanto y Nueva York hay un vínculo existencial, la comunidad boricua en Nueva York es más numerosa que la población de San Juan; y ninguna autoridad de ese estado y ciudad puede mantenerse al margen no solo por sensibilidad humanitaria, sino también por consideraciones estrictamente políticas.

Pero la asistencia federal ha llegado a cuentagotas. El gobierno de Trump, así como el excéntrico mandatario en lo personal, siempre reactivo al escrutinio público, que le reclama su intervención ante la emergencia, ha desoído el clamor. Tan flagrante es la indiferencia que el senador republicano Marco Rubio tuvo que acudir al Twitter –tan utilizado por Trump para abrir frentes de opinión sobre cualquier tópico, con excepción de la tragedia de Puerto Rico– para sumarse al emplazamiento venido desde el campo demócrata, los medios y la sociedad civil, para que se adoptaran las medidas indispensables de apoyo a la isla, en las labores de socorrismo, auxilio humanitario, así como en la recuperación y reconstrucción de la infraestructura de servicios y comunicaciones.

La respuesta se ha ido desplegando, pero sigue siendo limitada dado el tamaño de la tragedia. Incluso el hecho absurdo de que la dispensa a la aplicación de las prohibiciones de la Ley Jones –que facilitaría las labores logísticas al permitir que buques mercantes de bandera no americana accedan a la isla con carga en labores de socorro desde otros puertos en Estados Unidos o navegando dentro de aguas territoriales– ha sido decretada solamente por diez días.

La insensibilidad de Trump y su gabinete es asombrosa. Al magnate que gobierna en la Casa Blanca le ha parecido más importante dedicarse toda la semana a perorar contra las protestas de los jugadores de fútbol afroamericanos (quienes se arrodillan mientras se escucha el Himno Nacional en el inicio de los juegos de la NFL), que izar a Puerto Rico en su lista de prioridades.

Paralelamente a esta tragedia, una encuesta de opinión revela que más de 50% de los estadounidenses ignora que los puertorriqueños son ciudadanos americanos. Es posible que a un ensimismado como Trump le cueste conectar con el dolor y la tragedia ajenos. Incluso su manejo comunicacional (a diferencia de la acción gubernamental, que sí fue efectiva), en el caso de Houston también fue muy errático y carente de emocionalidad. Cabe pensar que Trump actúa como ese 50% que no siente al boricua como un conciudadano, a lo que se puede sumar su prejuicioso proceder frente a los latinos, en general.

Sin perder el enfoque en lo fundamental, que es recuperar Puerto Rico y socorrer a su pueblo frente al destructor avance de los huracanes Irma y María, es menester que la narrativa de la reconstrucción incorpore la otra calamidad de Puerto Rico: el drama político de un neocolonialismo que ha impedido perfilar el estatus institucional que merece la nación boricua en el marco de la estructura federal de Estados Unidos, así como la impresionante indiferencia con la que perciben a los boricuas 50% de sus conciudadanos de tierra firme, entre los que destaca de manera especial el actual presidente.

@lecumberry


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