La sociedad del conocimiento como proyecto político planteó en su momento enormes desafíos. Para la mayoría de los países en vías de desarrollo este concepto no ha dado el impulso necesario para transformar la economía. Más bien, allí la economía sigue siendo improductiva con alto nivel de retraso y mayor dependencia tecnológica. También, la brecha entre oferta y demanda de conocimiento se ha ampliado; las universidades y las empresas poco valor han generado en el aumento de la capacidad exportadora nacional.

Mientras América Latina intenta alcanzar lo que ya dejó de ser un paradigma para transformar la economía a través del conocimiento (la sociedad del conocimiento), otros países intentan ya adaptarse a la economía de la innovación; que no es otra cosa que la economía real, la economía inteligente; y es la forma para pensar en un cambio en la matriz productiva tradicional y en la posibilidad de construir nuevos patrones de crecimiento económico.

Esa es la nueva economía caracterizada por una aceleración de la modernización tecnológica y la innovación. De manera que si algo resulta desafiante para los países de la región es el cómo acertar ir en la dirección correcta, si en realidad se desea formar parte de la nueva economía.

Con la excepción de unos pocos países, en América Latina no se identifica con claridad el desarrollo de un pensamiento político sintonizado con la función y los reales alcances del conocimiento, ni tampoco se observa la real conexión de este con los problemas económicos, de pobreza y de exclusión social.

En general, no existen en la región gobiernos innovadores.

Las proyecciones que se están dando sobre la tendencia del cambio tecnológico indican que cada quince a veinte años ocurrirá un tipo de modernización tecnológica que se impone como imperativo global de la economía. Incluso, este tiempo tenderá a reducirse. Por lo tanto, el cambio tecnológico es un regulador de la agenda política y económica de corto, mediano y largo plazo y se impone como prioridad en los gobiernos, si no desean sucumbir y disminuir su capacidad exportadora. Desde luego, todo esto supera la noción de sociedad del conocimiento. El salvavidas parece estar en la capacidad de reconocer y promover la actuación de los actores del sistema económico para avanzar hacia la innovación concibiéndola como misión del Estado. Y allí las universidades latinoamericanas no precisamente han sido reconocidas como actor fundamental de la nueva economía.

El problema luce aún más complejo. América Latina no termina de actuar eficientemente para generar capacidad científica y tecnológica (Ex-ante) y en una carrera de alcanzar la modernización discursiva –que si está hecha en lo concreto en el mundo desarrollado– manifiesta que tiene el potencial como beneficiarse en lo inmediato de la innovación (Ex-post). Ya resulta  imposible ocultar los costos que significan para la sociedad la incoherencia de las políticas. Y es que no puede pensarse la innovación sin antes haberse conformado una base de dominio de conocimiento nacional suficiente; y sin antes haber fortalecido la capacidad de respuesta de las universidades y de los centros de investigación. Pero mucho más complicado es, cuando tampoco se ha promovido construir la demanda estructural de conocimiento desde el sector productivo.

Avanzar hacia un Estado innovador requiere de romper la formulación y ejecución de medidas económicas que aíslan la función innovadora de las universidades. El sistema de producción de conocimiento solo funciona y es rentable cuando el sistema económico requiere de ese conocimiento. Y es allí donde la política de Estado luce incongruente.

Se olvidan los gobiernos de América Latina que la innovación no la genera el gobierno. Quien la genera es el sector productivo y mayormente la promueve el sector privado. La realidad es que el sector productivo está casi totalmente desconectado de las universidades. Adicionalmente, este sector no está acompañado de incentivos económicos públicos y privados para promover la innovación. Las universidades, por su parte, radicalizan su estrategia de supervivencia acelerando la tasa de publicación, que en términos reales lo que significa es un mayor aumento de la oferta en ausencia de demanda de conocimiento.

Todo indica que lo primero que debiera ocurrir es que la formulación y ejecución de las políticas de ciencia y tecnología no deben ser solo tarea del gobierno. Más bien, se requiere el despliegue de políticas horizontales que promuevan la actuación de los actores e instituciones de la sociedad que directa e indirectamente influyen e intervienen en la producción de conocimiento.

El Estado innovador no es una abstracción, es el imperativo concreto para enfrentar el cambio tecnológico y la globalización. Allí debiera estar ubicada la discusión sobre el  concepto moderno de universidad.


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