I

Las horas de la tarde del domingo siempre son las más disfrutadas. Conforme el atardecer que se ve a través de mi ventanal se va difuminando hacia la sombra de la noche, yo voy sintiendo la angustia del comienzo de una nueva semana, no por la rutina del trabajo, sino por la aventura de la supervivencia en este valle caraqueño de lágrimas. Por eso atesoro mi descanso, mi dolce far niente.

A esa hora ya no hay nada que hacer, o al menos así termina mi domingo. Como siempre, sentada en el sofá, veía alguna película cuando mi celular comenzó a repicar. A pesar de que por costumbre no contesto números que no conozco, esta vez lo hice.

—Aló, mire, no sé si se acuerde de mí, pero la conocí en la entrega de un premio, nos presentó el señor Juan Carlos Guardié.

—Ajá, sí, dígame– obviamente no tenía idea, pero no tranqué.

—Mire, yo soy Jackson de la Peña, el diseñador que dicen que asesinaron a tiros. Pero yo llamo para decir que no estoy muerto, no me morí. Sí estoy herido, pero no muerto.

—Ah, bueno, me alegro de que esté vivo– recordé al diseñador y la circunstancia en que lo conocí, pero no tenía idea de lo que me hablaba.

—Mire, lo que sucede es que estoy en Maracaibo y aquí llevamos varios días sin luz, entonces no había podido cargar mi teléfono, pero ahora que lo pude prender me doy cuenta de que están informando que me mataron. Sí me dispararon como siete tiros, pero estoy herido. Lo que me preocupa es que están dando esa información y quiero desmentirla.

Le contesté que le enviaría un contacto para que se comunicara con El Nacional y desmintiera la información. Entenderán la circunstancia, el diseñador estaba muy ansioso, nervioso, además de herido. Obviamente, traté de ayudarlo.

Contado así, puede sonar a chiste lo que para mí es una verdadera tragedia. Y no solamente que un diseñador o cualquier venezolano sea víctima de los malandros. La tragedia es que a los pocos minutos me enteré de que el supuesto asesinato ya había sido desmentido, pero el pobre Jackson de la Peña, incomunicado como estaba desde hacía tres días, no se había enterado de su propia resurrección.

II

La primera vez que fui a Maracaibo fue con mi familia. Yo tendría como 6 años de edad, pero recuerdo el puente, el Hotel del Lago donde nos hospedamos, el sol, el calor.

Fui una vez a una Feria de La Chinita y me enamoré de su gente, de lo alegre, amables, espléndidos que son los maracuchos, de la devoción a toda prueba a la virgencita hermosa. Fui en dos ocasiones más y llegué hasta Lagunillas, los campos que seguramente pisó mi abuelo por ser parte de la tripulación de los barcos petroleros. Era muy usual que margariteños se embarcaran en esas aventuras. Allí quedó Medardo Alcántara enterrado. De esas tierras tengo amigos entrañables.

No merecen tanta penuria, tanto sufrimiento. Como no nos la merecemos ninguno de los venezolanos.

III

Que una persona sufra un percance y no pueda ni siquiera comunicarlo. Que una oficina quede paralizada por falta de telefonía o conexión a Internet. Que una población entera quede borrada del mapa, a oscuras, a expensas del hampa y del calor inclemente, todo son crímenes.

Para los que me pudieran leer de afuera, les pido que hagan un ejercicio. Pasen una mañana sin teléfonos, televisión, electricidad, transporte, efectivo, comida o medicinas. Simplemente siéntense en medio de su casa y no se muevan, no piensen, no produzcan.

A eso ha reducido el régimen maduchavista a un país entero. El que quiere trabajar, no puede. El que quiere estudiar, no puede. El que quiere hablar, no puede. El que quiere pensar, no puede.

Pero yo, aunque sea con señales de humo, no me cansaré de gritar ¡basta!


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