El 21 de abril de 2010 el dictador de Cuba se despedía una vez más de Venezuela luego de una visita de tres días por acá, por la colonia. Satisfecho por la labor de su sátrapa y las buenas relaciones con sus “hermanos” venezolanos, dijo emocionado en Maiquetía, antes de regresar a la metrópoli: “Cada día somos la misma cosa”. Tal vez la frase le pareció algo modosa al pregaláctico, quien tomó el micrófono y, presa del frenesí que lo embargaba cuando estaba junto a otros criminales, sentenció: “¡Cuba y Venezuela son la misma patria!”.

Con eso ya no quedaban dudas sobre aquella otra frase favorita del Traidor Eterno: “Los que quieran patria, vengan conmigo”. Es decir, “vengan conmigo al mar de la felicidad cubana”, “vengan conmigo a la entrega de nuestra soberanía y la perdición total”. El mayor acto de traición a la patria de toda nuestra historia lo perpetró una patota de criminales con al aplauso suicida de sus electores y, por supuesto, la complicidad de unas fuerzas armadas corruptísimas –tan inútiles como traidoras– que solo han servido para desguazar a la nación.

Pocos escarnios del chavismo, de hecho, causan más estupefacción y encono entre los dolientes del país que esa traición sin nombre y sin parangón. Este opinador de oficio (sin mucho oficio) ha tratado sin éxito de conseguir un equivalente en la historia mundial. Lo más aproximado que proveen las fuentes enciclopédicas es la Francia de Vichy, la república colaboracionista de las fuerzas invasoras nazis. Y sin embargo, más allá de la vergüenza histórica para los franceses, habría que precisar lo obvio: aquello fue una guerra formal, una invasión frontal por parte de un ejército muy superior en fuerzas y decidido a acabar con el mundo. Y valga también aclarar que estas precisiones no son atenuante alguno para la alta traición del mariscal francés Philippe Pétain: sirven solo para ilustrar el agravante de nuestro caso.

Porque, a diferencia de la siempre citada y fallida invasión cubana de Machurucuto, la penetración del castrismo en la Venezuela del siglo XXI no fue una “invasión formal” (ojalá lo hubiera sido; sería menos deshonroso). Como bien lo señala Cristina Marcano en una demoledora investigación publicada en El País de España en 2014, no se trata de algo impuesto: “Los cubanos no han tenido que disparar un tiro. Desde finales de los noventa comenzaron a cruzar los 1.450 kilómetros que los separan de Venezuela por invitación del presidente Hugo Chávez, quien puso su seguridad, su salud y mucho más en manos de sus camaradas antillanos”.

Ese “mucho más”, denunciado mil veces, va desde el sistema de identificación nacional, registros mercantiles, notarías, puertos, aeropuertos, a la importación de alimentos y hasta la educación. Esto último lo reconoció en 2013 la entonces ministra de Educación, muy obscenamente, cuando reveló que los cubanos en el ministerio “están calladitos porque las coyunturas no permiten que aflore su presencia en el país, pero ellos están ahí en forma silenciosa trabajando con nosotros”. Vale decir: diseñando el currículo y los libros de texto con que lavarles el cerebro a los niños venezolanos y adoctrinarlos para ser esclavos idólatras.

Es necesario preguntarse: ¿cabe culpar a la dictadura cubana de apropiarse del país y saquearlo? Claro que no. Los Castro y su corte palera, seres execrables inflamados de inquina, no han traicionado nada ni a nadie en Venezuela. No son culpables de que una banda de apátridas nacidos por estos lares, perturbados por un odio sin antecedentes contra su propio país y su propio pueblo, los hayan invitado a apoderarse de este territorio y hasta hayan coqueteado –lo recuerda Carlos Alberto Montaner– con el delirio de unificar ambas tiranías.

Los únicos culpables de que Cuba y Venezuela sean cada día “la misma cosa”, como dijo Raúl Castro aquella vez, son nuestros traidores: el golpista que gritaba furibundo “¡Viva Cuba!”, el que trajo a miles de cederristas cooperantes, los que ondean la bandera cubana en mítines y cuarteles, el dictador que canta “La Bayamesa” en un acto público en Caracas, el general que se arrodilla en La Habana ante Fidel. Son los mismos que llevan casi 20 años apelando a una “patria” que desfiguraron y que solo les interesa como engañifa cazabobos. Son también los mismos apátridas que acusan a cualquier crítico o disidente de “traición a la patria” y que ahora, para mayor asco, lo llevan a tribunales militares. Asistimos con ello, en pleno “auge de la decadencia”, a la miseria de los falsos positivos, un circo espantoso de gorilas que siegan vidas al no poder segar su propia imagen en los espejos. Es la “patria” que quiso el fundador de la secta, la de los déspotas, los felones y los cínicos. La del fasciocomunismo a la cubana. La misma cosa.

No tienen tales traidores cabida en esta otra, la del borgiano “rostro vislumbrado” por el que “vivimos y morimos y anhelamos”. No es la misma.


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