La ideología es una estructura cognitiva culturalmente producida que conduce a la creencia, extremo opuesto del pensamiento crítico. Para creer no hace falta pensar, y la convicción ideológica representa este axioma con contundencia. Cuando el debate político actual obliga a mirar hacia Venezuela, interesa revisar a las izquierdas latinoamericanas. Entre barbas en remojo y apoyo militante, sus opiniones deambulan sujetas a convicciones que, en ramillete, proceden de manuales y consignas.

Enfocadas en el rechazo a la injerencia norteamericana, olvidan que no es el único caso en la región. Con los convoyes de ayuda humanitaria en Cúcuta y la amenaza militar de Trump, la izquierda apuesta por los mártires. Aquellos que jamás hemos estado al lado de la derecha esperábamos alguna opinión más digna, quizás armada de una entereza que ahora suena ilusa, señalando injerencias en todas direcciones y exhibiendo un discurso crítico, incluso ante sí misma. Ha sido en vano; la ideología es creencia, no pensamiento crítico.

Han olvidado, con ejemplar memoria selectiva, que en Venezuela pululan asesores y militares cubanos desde 1999 en casi todas las instancias del gobierno, pero especialmente en aquellas que, cuarenta años atrás, estuvieron en manos de los norteamericanos y representan los más reprochables mecanismos de control y sumisión: los sistemas de identificación ciudadana y la seguridad nacional.

Han callado, muy convenientemente, la reciente injerencia de la propia Venezuela en la política de la región. En años de vacas gordas, maletines con petrodólares volaban desde Caracas hasta Buenos Aires, La Paz o Quito. Pero eso no es injerencia, es solidaridad. Tampoco merece una opinión la andanada de valoraciones hacia procesos políticos vecinos construida desde Telesur, el canal financiado por Venezuela. No es injerencia, es periodismo insurgente ante las transnacionales de la comunicación. Aprendieron bien: Telesur es una transnacional de la ideología que produce una matriz de opinión sesgada y excluyente.

Se pasea por Caracas Arantxa Tirado Sánchez enviando videos para demostrar que la crisis es una farsa derechista. La politóloga española cree, por cierto, que Caracas es Venezuela, y sus paseos por la ciudad le resultan suficientes para sacar conclusiones. Desde Podemos podrían decir algo sobre los años que don Monedero vivió en el hotel Alba Caracas (antes Caracas Hilton) a expensas del gobierno que pagó por sus servicios académicos. De regreso a Madrid funda el movimiento que niega el hambre y la miseria venezolanas. Todo es un invento de Estados Unidos; el modelo socialista es víctima de la “guerra económica”, artilugio mediocre creado por Alfredo Serrano Mancilla para exculpar a Maduro y al proceso que lidera. Claro, esto tampoco es injerencia. Bienvenida la izquierda europea, aterricen en Maiquetía sin que nadie les espere e intenten llegar a Caracas por sí mismos. Si acaso lo logran, traten de sobrevivir con el sueldo de un profesor universitario. Sean honestos, lleguen solos y sin apoyo, y luego realicen su video.

Poco importan los pobres a la izquierda si son producidos en sus gobiernos. Los pobres son un gran negocio. Por ellos se crearon los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, CLAP, subterfugio de una estafa a gran escala. Las cajas de alimentos vendidas en Venezuela a quienes las necesitan comenzaron siendo un asunto puntual, entre traficantes de Venezuela y México. El Estado venezolano paga por cada caja el doble de su costo real; la mitad del sobreprecio va a manos del distribuidor mexicano, y la otra a bolsillos venezolanos. Pero el negocio ha crecido, y hoy involucra a varios países. A nadie le importa que los alimentos de esas cajas vengan en mal estado o no alcancen los niveles mínimos de calidad. Da igual, nada que decir. La guerra económica, ardid vacío que conviene a quienes se enriquecen con ello, se hace desde la inmoralidad y la falta de escrúpulos que es propia de quien vive de los pobres.

También son pobres los mineros que se entierran en el Amazonas para extraer el oro que sirve a otro inmenso negocio. No interesa que esos obreros sin salario vendan el oro en bolívares para que el gobierno adquiera millones de dólares con su venta. Tampoco merece opinión el crimen ecológico en la zona; eso es retórica burguesa. Allí ha aumentado la tasa de homicidios más que en ninguna parte del país, donde muchos de esos mineros mueren a manos de asaltantes con licencia oficial, como el ELN, que patrulla la región en contraprestación por el refugio hallado de este lado de la frontera. Claro, esto no es injerencia; es Latinoamérica combatiendo imperios. A esos obreros tampoco les interesa saber que están destruyendo el ambiente con el mismo mercurio que destruye sus vidas.

Combatir imperios es el lema. Pero ahí el imperialismo es únicamente yanqui; los demás no existen, como existió el soviético o existen el ruso y el chino. Entre imperios nos vemos, pero solo es malo aquel que no sirve a mis negocios. Y el de Venezuela es un negocio enorme. Aquí hacen vida las armas rusas y españolas, las guerrillas y el narcotráfico colombiano, las petroleras francesas y norteamericanas, las empresas mineras canadienses y turcas, los médicos y santeros cubanos, todos comiendo del socialismo. Cabe preguntarse quién dará un paso adelante para decir ¡basta!, como tanto dijimos en tiempos de dictaduras de derecha.

La miseria de la ideología no solo va en su obstinada creencia, sino en esa ceguera funcional que transforma la realidad en algo diferente a lo que es, siempre con arreglo a fines. Es miseria también la que produce materialmente, enraizada en la pobreza que dice defender pero que explota sin remordimientos. Y es miserable su discurso prepotente, vacío de argumentos. Con el moralismo que enarbola su retórica estancada se arroga el derecho a bloquear televisoras y páginas de Internet. Ya no es capaz de convencer a nadie mientras no pueda regalar dinero, como lo hacía Chávez. Esta izquierda solo se mantiene por el clientelismo que fundaron las tradiciones políticas anteriores; sin ello, acude al autoritarismo. Ni siquiera esto han logrado por sí mismos los bolivarianos: viven del trabajo político realizado en tiempos del bipartidismo liberal.

Perder las elecciones no es una opción si en ellas se pierden los negocios. Por ello los autoritarismos dan una vuelta más a la tuerca y alcanzan el totalitarismo, su fase superior. Cuando ya no es posible cubrir a la miseria con ilusiones y consignas, el rey queda desnudo, pero en el mundo de la ideología no hay quien señale su desnudez, sino quien salga al paso para decir que la guerra económica ha dejado sin ropa al pueblo.

Nunca fue izquierda ni socialismo el patriotismo bolivariano, pero en las miserias ideológicas latinoamericanas, Chávez fue suficiente para juntarse en bloque y crear un negocio continental. La izquierda del siglo XXI es el socialismo del narcotráfico, la usura de los chinos, las armas de los rusos, y la injerencia parasitaria de los cubanos.

Si quedase un arresto de aquella entereza demostrada décadas atrás, las izquierdas latinoamericanas se desmarcarían de este inmenso negocio que tiene como moneda al socialismo. Su respaldo al chavismo, enceguecido por un milico (vaya contradicción), es cómplice del desangramiento masivo que lleva marcas de hambre. Con su silencio ante tanta perversión abandonaron sus principios y contribuyeron al aislamiento político de los venezolanos que hoy encontraron en Trump (vaya ironía), la voz que esa izquierda no tuvo, el único tono que arrinconó a estos estafadores, asaltantes de sus luchas, traficantes de pobrezas, ladrones de nuestros futuros.

Si la lucha es contra imperialismos, enfrentemos todas las injerencias; pero si la lucha es por el negocio, estas izquierdas del siglo XXI corroborarán con su perversa desidia la contradictoria evolución de sus antiguas consignas. Su indolencia ante la mayor migración jamás vista en el continente es un halo de vergüenza que acompaña el paso de los que huyen. La ceguera con la que miran todo hoy camina por América Latina con la espada de Bolívar, afilada entre sangre y hambre.


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