Familias enteras, niños de brazos, niñas que a duras penas entienden qué pasa y padres que hacen el esfuerzo descomunal por llegar adonde poder conseguir el sustento que les arrebataron. Esa es la tragedia que producen en Venezuela quienes tienen el poder y las armas.

La semana pasada vi el drama de los migrantes venezolanos. Frente a El País, un señor, mecánico automotriz y su esposa, química farmacéutica, con dos preciosas niñas y un bebé de brazos estaban sentados en la acera. Su ropa sucia, sus caras angustiadas, la necesidad en persona.

Venían de Valencia. Después de atravesar la frontera habían caminado desde Cúcuta hasta Ibagué, setecientos kilómetros en medio de todos los riesgos y las carencias posibles. Llegaron a Cali porque los ayudaron y encontraron en esa acera un sitio donde guarecerse del sol. Iban para Pasto, donde el señor tenía un empleo y necesitaban dinero para pagar el pasaje de bus.

Con fiebre, con hambre, con desesperanza, estas víctimas de la insania que impera en Venezuela encontraron en los funcionarios de este diario y de Colombina la comida, los recursos para continuar su viaje y la posibilidad de dormir en un hotel, de ducharse,  de tomar un dólex para la fiebre que padecían los niños. Fue conmovedor cuando las niñas vieron que podían bañarse y dormir en una cama por primera vez en quién sabe cuántos días.

Y en el semáforo del puente cerca al Intercontinental tuve un diálogo con cuatro jóvenes venezolanos que ofrecen limpiar el parabrisas a cambio de una moneda o que entregan billetes de su país a cambio de una limosna. Con estudios profesionales, habían  realizado el mismo periplo con sus familias y contaban las mismas miserias de su país: pobreza, represión, desempleo, violencia y una angustia digna pero estremecedora.

Historias como esas se encuentran por todas partes de Cali y de Colombia. Seres humanos que perdieron su patria a manos de la corrupción y de la tiranía sostenida por militares que viven de eso, de dirigir sus fusiles contra el pueblo, de permitir a los maleantes que se tomen sus calles y de respaldar a una dictadura que acaba, o acabó, con Venezuela.

Quisiera saber si esos militares se atreven a venir a Colombia y mirar la tragedia que viven sus paisanos. Quisiera saber si la sensibilidad les alcanza para entender el desastre humanitario que causan a quienes son sus hermanos y deben proteger, a quienes debieron abandonar su país para no morir de hambre, para que no los mataran o los encarcelaran o les dispararan gases lacrimógenos o los metieran en una cárcel sin juicio y sin pruebas.

Si eso fuera posible, esos militares y policías podrían conocer de cerca lo que sus equivocaciones le han producido al bravo pueblo de Venezuela. Podrían ver cómo jóvenes, niños, familias, ancianos, todos los que juraron defender, deben pararse en los semáforos a solicitar ayuda, o deben tirarse en las aceras a la espera del auxilio que necesitan con desespero.

Quizás entonces podrían entender el deber de actuar contra los miserables que han secuestrado a Venezuela y se la robaron con el apoyo de Cuba, contra la voracidad por el petróleo que es de todos los venezolanos, de esos niños que caminan con sus padres, de las familias destrozadas, de los jóvenes que están en nuestros semáforos, de los venezolanos que deambulan en medio de la tristeza y la desesperanza por las calles y carreteras de América. 


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