Las luchas son largas y solitarias, son pocos los que se arriesgan a tomar partido contra los más fuertes, es lo que llamo el síndrome de la esposa maltratada: todos los familiares, vecinos y amigos saben de la situación, pero ante la furia del macho se prefiere mirar hacia Estocolmo antes de siquiera pedirle comportamiento al patán. Ocurre en todos lados. ¿Acaso no pasó en el primer tercio del siglo pasado con Stalin? Ósip Mandelshtam lo describió a cabalidad en uno de sus poemas: “El montañés del Kremlin, con ojos de cucaracha”.

La persecución sin cuartel del gran mimado de la intelectualidad occidental fue despiadada. La poetisa Anna Ajmátova en su “Réquiem” lo dejó retratado: “De madrugada vinieron a buscarte./ Yo fui detrás de ti, como en un duelo”. Da una idea del aquelarre revolucionario soviético la siguiente cifra, cuando se llevó a cabo en Moscú el Primer Congreso de Escritores, en 1934, participaron 700 creadores; 20 años más tarde se celebró el Segundo Congreso, de aquellas 7 centenas solo 50 de ellos habían sobrevivido.

Los desmanes de los triunfadores son legendarios. ¿Acaso quieren mayor mudez que la observada por el mundo ante “el caudillo de España por la Gracia de Dios” y el asesinato de Federico García Lorca? El 18 de agosto de 1936 es una fecha grabada por Francisco Franco y sus perros de presa con un hierro caliente sobre la poesía.

La brutalidad se fue refinando y fue como vimos años más tarde en La Habana la vergonzosa vejación a Heberto Padilla que concluyó con su “autocrítica” pronunciada ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba el 27 de abril de 1971: “Es increíble los diálogos que yo he tenido con los compañeros de Seguridad del Estado… quienes ni siquiera me han interrogado, porque esa ha sido una larga e inteligente y brillante y fabulosa forma de persuasión conmigo. Me han hecho ver claramente cada uno de mis errores”.

Todas estas manifestaciones de brutalidad terminaron con la muerte de sus ideólogos en sana paz. Stalin en 1953, Franco en 1975 y Fidel en 2016 así lo demostraron. En Venezuela, Chávez tampoco se quedó atrás y, luego de haber comenzado la destrucción de nuestro país de manera radical, terminó muriéndose sabrá Dios cuándo y dónde, porque ahora lo que sobran son testimonios de la plebe y de las élites, de tirios y troyanos, de chavistas y mudecos, del día y la hora en que finalmente Dios nos libró de su presencia.

Ese desenlace es por el que apuesta don Nicolás, el zar de doña Cilia, cuando pasea por el mundo y traga cual moderno Gargantúa. Sabe que el mundo podrá desgañitarse, pero a él nadie lo tocará ni con el pétalo de una flor de guaritoto, a la final todos harán como con el marido que golpea sin piedad: voltearán hacia la capital sueca mientras él sacia sus sádicas ganas sobre todo un país desamparado.

© Alfredo Cedeño

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