La Guerra de las Malvinas trajo consigo la debacle del militarismo argentino. El descrédito total de los generales posibilitó el retorno a los usos democráticos. Nunca más los militares argentinos han vuelto a encarnar la catastrófica y sangrienta alternativa a las indignantes insuficiencias de la democracia en América Latina. La Guerra de las Malvinas representó para los argentinos de hace 35 años una bárbara “cura de caballo” para todo lo que Manuel Caballero, el desaparecido historiador venezolano, llamó la peste militar.

Nunca digamos “nunca más”, pero lo cierto es que los accidentes del siglo que corre han deparado a la Argentina más de una crisis de magnitudes terminales e intensidad preagónica. Sin embargo, a trancas y barrancas, hasta hoy en la Argentina ha prevalecido el voto.

Durante el último cuarto del siglo pasado, en Venezuela nos atrevimos a cantar victoria sobre el militarismo, pero la irrupción de Hugo Chávez en nuestras vidas desazonó por completo la creencia de que las dictaduras militares eran cosa del pasado. Tal vez “irrupción” no sea del todo la palabra justa para nombrar el ascenso de los militares al poder por la vía del voto. Fracasada su intentona golpista en 1992, Chávez obtuvo en 1998 el 56% de los votos.

Que Chávez haya condescendido a participar en unos comicios y convocado una asamblea constituyente para “refundar la república” no resta nada al hecho de que, al brindarse como candidato, el comandante eterno no ofrecía más que el prestigio acordado entre nosotros a los militares golpistas. Un militar subordinado al poder civil no vale tanto, por lo visto, como un oficial golpista.

Lo cierto es que el torcido prestigio de los oficiales felones seguía alentando no solo entre los desdentados de la tierra, sino también en vastos sectores de nuestras élites desde que, en 1945, una conjura de coroneles “esclarecidos” y talentosos políticos populistas de la izquierda no marxista desalojaron del poder a los epígonos del dictador Juan Vicente Gómez.

Entre las provisiones que Chávez hizo colar en su “carta magna” está la restitución del fuero militar. No ser juzgados por tribunales civiles, sustraerse la republicana sujeción de lo militar a lo civil, esa fue una de las prerrogativas que solidariamente otorgó Chávez a un estamento que, tomado en conjunto, no representa sino un ínfimo porcentaje de la población. Llegar a gobernar solo con militares sería cuestión de tiempo. Y a pocos importó.

El culto a Bolívar, verdadera “teología” que da forma a la cepa venezolana del militarismo, ha sido paradójicamente una religión profesada por civiles. Nuestro bolivarianismo fue siempre un credo conservador y elitista hasta que Chávez lo puso de revés y lo convirtió en fervor autoritarista, no solo de las masas, sino de muchos intelectuales y comunicadores de izquierda. Una respetada periodista venezolana, antigua guerrillera en los años sesenta, salió de su semirretiro para saludar el golpe fallido de Chávez en 1992 con un libro reportaje titulado La rebelión de los ángeles. Los insurrectos ángeles bolivarianos que nos rescatarían de la rutinaria corrupción de los políticos, se comprende. En esto la buena señora obedecía a un reflejo característico de la vieja izquierda venezolana: el del putschismo.

Para ser justos, el golpismo es aún una soterrada propensión venezolana, repartida uniformemente entre todo el espectro político. La doctrina nunca expresada que promueve las sangrientas protestas callejeras y ya han cobrado más de 60 muertos predica que, en algún momento de la ingobernabilidad, entrará a escena un animal mitológico (el pundonoroso militar demócrata y constitucionalista) que desalojará a Maduro y sus narcogenerales del poder que usurpan.

Que esa sea hoy la esperanza es nuestra tragedia.


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