A Stalin le fascinaba el cine de Hollywood, no solo las películas de Charles Chaplin, que gusta a todos, sino también las de Tarzán y muchos de los filmes de vaqueros que protagonizaba John Wayne, un furibundo anticomunista a quien ordenó asesinar. En todas sus casas, que eran muchas y no necesariamente en un bunker acondicionado en instalaciones militares custodiado por soldados famélicos, tenía salas de proyección y ahí terminaba las reuniones con sus amigotes y cómplices. Bebía mucho, pero no vodka ni brandy, sino un vino de Georgia, dulzón, maloliente y desabrido, que lo ponía violento e insufrible.

La noche antes de sufrir el presunto ataque cerebrovascular o la hemorragia masiva en el cerebro, el sábado 28 de febrero de 1953, había estado bebiendo y viendo una película con Georgi Malenkov, Lavrenti Beria, Nikita Kruschev y Nikolái Bulganin. Ya sus bromas eran menos agresivas, ya no decía que fusilaría al director si la película no le gustaba, pero seguía tomando, a pesar de que su médico le había advertido sobre su peligrosa hipertensión. Los brotes de psoriasis eran más fuertes y frecuentes; la memoria le fallaba, signos claros de arteriosclerosis.

Cuando su médico Vladimir Vinogradov le recetó algunas pastillas, inyecciones y menos alcohol, desconfió del tratamiento. Lo despidió y ordenó encarcelarlo. Lo torturaron. Como no admitía su traición, le prometió salvarlo si confesaba. “Soy un hombre de palabra”, le insistió. Estaba paranoico. Se sentía víctima de una conspiración. Los cuerpos de seguridad lo denominaron el “complot de los médicos”. Fueron encarcelados 37 médicos, 17 de ellos judíos. La paranoia lo llevó a ejecutar a su jefe de seguridad y todavía sigue sin aparecer el secretario privado.

Borracho despidió a sus secuaces a las 4:00 de la madrugada del primero de marzo y se fue a dormir. A mediodía no había abandonado su cuarto. Nadie se atrevía a molestarlo, a tocarle la puerta, a preguntarle si había dormido bien. Fue a las 11:00 de la noche cuando uno de sus asistentes, Peter Vasilievich Lozgachev, venció el miedo y se atrevió a entrar en el cuarto con la excusa de que había llegado un paquete del Kremlin. Encontró al dictador tendido en el piso, con los ojos idos. Apestaba a orines y heces.

Vivía. Su corazón latía trabajosamente. Beria, su hombre de más confianza, tardó más de cuatro horas en llegar y lo hizo colocar en la cama. Permanecía a ratos a su lado. Esperó un día y su noche para traer a los médicos, que, inseguros, prefirieron que fuera la Academia de Ciencias de la URSS la que decidiera qué procedimiento seguir para salvar al hombre más poderoso de Rusia. El ministro de Salud, Tretiakov, dirigió al grupo de expertos. Todos temblaban de miedo. No podían tomarle el pulso ni desvestirlo. Con unas tijeras le quitaron el pantalón y la camisa. Los calzoncillos eran una masa fétida. Le refrescaron la frente y le extrajeron la dentadura postiza.

Tenía el lado derecho paralizado y una fuerte contusión en el codo. Rugía desesperado y movía el brazo izquierdo como si intentara amenazar. Beria le tomaba la mano y la cubría de besos. Luego, cuando lo suponía inconsciente, se levantaba y escupía con asco. Los médicos ordenaron colocarle sanguijuelas detrás de las orejas y le inyectaron alcanfor, adrenalina y una solución de magnesio. Hicieron traer un aparato de respiración artificial, pero nadie supo ponerlo a funcionar. Las instrucciones estaban en inglés.

El 4 de marzo Radio Moscú y The New York Times anunciaron que el estado de salud de Stalin era alarmante. Tenía mucha dificultad para respirar y la tensión en 210/110. El rostro se le empezó a hinchar, sus rasgos se volvieron irreconocibles y los labios se le pusieron negros. Al otro día vomitó sangre. Cayó en coma profundo. A las 9:50 de la noche inhaló aire por última vez, sus ojos se abrieron y abarcó a todos los presentes en una mirada furiosa, marcada por la locura y el terror a la muerte. Siguió un leve estertor y el silencio total. Vendo historia sobre los regímenes que aseguran que durarán 300 años y hasta el milenio completo.


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