Nos guste o nos disguste, desde el 1 de enero de 1959, América Latina se dividió en dos mitades incompatibles entre sí y mortalmente enemistadas. La liberal democrática comprometida con la preservación del establecimiento republicano heredado desde la Independencia, mantenido con vida gracias a los partidos que reconocían la vigencia del capitalismo y la institucionalidad del Estado de Derecho, de una parte, y la que inserto en ella o marginal a su funcionamiento, buscaba asaltarlo y destruirlo para construir y expandir el socialismo marxista leninista que ya se había apoderado del Poder en Cuba, había instaurado un régimen totalitario, se había adherido al bloque de poder global dirigido por la Unión Soviética y el resto de países socialistas establecidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial con el fin de imponer su poder imperial deshaciéndose del bloque dirigido, también desde la Segunda Guerra Mundial, por los Estados Unidos de Norteamérica. “Dedicaré mi vida a hacerle la guerra a los Estados Unidos, mi mortal enemigo”, le escribió Fidel Castro, el genio causante de este giro hemisférico con ínfulas imperiales, a su mujer desde la prisión de Isla de Pinos. Preso por Fulgencio Batista por el sangriento asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1956. Perdonado, jamás traicionó ese propósito.

Desde esa fecha, el comunismo internacional puso pie en un territorio ubicado a pocas millas del corazón de Occidente – Cuba y los Estados Unidos – e inició la expansión del bolchevismo en América Latina. La lucha entre la dictadura socialista y la democracia liberal se apoderó del continente, marcando la esencia de su naturaleza política. Aceptado el hecho acreditado desde Maquiavelo, Thomas Hobbes, Carl von Clausewitz, Karl Marx y Carl Schmitt, de que lo político es un campo de mortal enfrentamiento entre enemistades insuperables: la relación amigo-enemigo. Mediante dos métodos aparentemente excluyentes de acceso al poder, pero como lo demostrara el nazismo hitleriano perfectamente adecuado a los cambios político institucionales sufridos por las democracias liberales del Siglo XX: por vías pacíficas, legales, constitucionales, vale decir: electorales, o por vías armadas. La primera era permitida por la institucionalidad democrática, vale decir: el imperio de las mayorías numéricas, cuantitativas. Si las mayorías acordaban terminar con la democracia y establecer una tiranía, bienvenidas las tiranías. Un viaje en un solo sentido, pues ninguna dictadura así establecida y con esas características totalitarias ha permitido el viaje de regreso. De allí la supervivencia de la tiranía bolchevique cubana, que ya supera los sesenta años. Y de allí las insuperables dificultades que encuentra la sociedad venezolana, incapaz de resolver su crisis de dominación en uno u otro de los sentidos.

Esa enemistad, introyectada con violencia y lucha de guerrillas a la esencia de la vida sociopolítica latinoamericana por Fidel Castro y las guerrillas de la Sierra Maestra desde los años cincuenta, ha convertido a nuestra región en el campo de enfrentamiento permanente, incontrovertible e insoslayable entre dos Weltanschaungen, dos cosmovisiones enemigas e irreconciliables: el capitalismo liberal y el socialismo. O, dicho políticamente, entre la democracia liberal y la dictadura bolchevique. Es el contexto en el que se ha desenvuelto nuestra región desde los años cincuenta y explica todos los avatares de su vida política: desde la guerra civil colombiana a la guerra de guerrillas en el corazón del continente, y desde la lucha por el poder electoral desde Salvador Allende y la Unidad Popular a Juan Domingo Perón, Evo Morales y Rafael Correa.

Venezuela vivió con particular virulencia este campo de enemistades. Supo superarlo, primero, gracias a la virtud de sus mejores expresiones políticas, como los partidos democráticos y sus grandes líderes – Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, entre los más prominentes – que supieron ponerle atajo a la expansión imperial del castro comunismo cubano, tanto mediante el empleo de sus ejércitos como al levantamiento de una alternativa estrictamente ideológica y política. Pero sobre todo gracias a los ingentes recursos de la renta petrolera, sabiamente utilizada para desarrollar el país como para subvencionar una democracia social altamente fructífera. Bastó que se desatara la crisis económica, no obstante, para que el frágil edificio del entendimiento interclasista se viniera abajo y las viejas apetencias golpistas del caudillismo militarista asomara sus garras y se apoderara de la democracia, hasta destruirla en su esencia. Por cierto, con el complaciente auxilio de fiscales, jueces y juezas, académicos, periodistas e intelectuales abajo firmantes. Y algo muchísimo más determinante: la penetración del castro comunismo en las filas de las fuerzas armadas. El veneno ideológico de la utopía marxista que le sirviera de tapadera y enmascaramiento al asalto castrista, ya se había apoderado de la Intelligentsia nacional. Si cabe darle tal nombre al golpismo militarista y caudillesco venezolano. La entrega de la soberanía y la riqueza petrolera a la tiranía cubana explica el resto.

El brutal asalto al botín petrolero, la conversión del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas en mafias terroristas y narcotraficantes, la corrupción en el manejo de la pobreza y la alianza con el terrorismo talibán, así como la represión desembozada de los distintos sectores oposicionistas, si no forman parte del modelo anteriormente explicado, constituyen parte del folklor idiosincrático nacional. Del cual, obviamente, tiene más que sobrado conocimiento la dos veces ex presidenta de Chile Michelle Bachelet. Con el cual, dado que se formó en la dictadura alemana del Este y militó clandestinamente en el sector más duro y guerrillero del Partido Socialista chileno, se siente naturalmente identificada. Michelle Bachelet no es una demócrata, en el sentido liberal que se le puede aplicar el término a cualquiera de nuestras luchadoras sociales como María Corina Machado, Blanca Rosa Mármol de León o Delsa Solórzano, Lilian Tintori o Fabiana Rosales. Es una activa militante revolucionaria, procastrista y, desde luego, pro chavista y, por derivación natural, pro madurista. Como Cilia Flores, María Lourdes Urbaneja o Erika del Valle Farías. Carece de la más elemental imparcialidad. Así su cara de palo y su sesgo de señora tontona y desubicada la haga pasar por la Madre Teresa de Calcuta.

Ha de reconocérsele, sin embargo, una capacidad mimética digna del Conde de Montecristo. Habiéndose propuesto vengar la muerte de su padre, jugó con habilidad suprema la careta de la demócrata impertérrita como para ir a los Estados Unidos a seguir una especialización en temas vinculados con las fuerzas armadas, ser nombrada ministra de defensa y mandar en tal condición al propio Augusto Pinochet, asesino intelectual de su padre.

¿Se entiende el talante de la Sra. Bachelet? Para comprenderlo en toda su amplitud basta un hecho: ya de regreso en Chile y en plena dictadura de Augusto Pinochet, vivía con su madre. Ambas militaban clandestinamente en el ala más dura del Partido Socialista. Y ninguna de las dos lo sabían. Corazones de piedra, no Madres Teresa de Calcuta.


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