Se diría que El Roto pensaba en la Venezuela de Maduro, Padrino, Cabello, los hermanos Rodríguez y la fraudulenta asamblea prostituyente cuando en una de sus viñetas (El País, 26/09/17) escribió que «el suministro de odio está garantizado». Los virulentos discursos de esa gente destilan demasiado rencor, antipatía y resentimiento; no obstante, pretenden racionar el amor y la paz, reeditando consignas hippies muy caras a un mandón que, antes de empatarse en el poder rojo y rendir culto al santón barinés, militó en the flowers power y cantaba bhajans al gurú Sathya Sai Baba; mas no hay legislación que pueda atemperar los bajos instintos. Esto asiento, porque el martes –escribo esto el miércoles por la noche– recibí, vía correo electrónico, un mensaje en el que se me reprochan, en acerbo y procaz registro, «las evasivas y ambages» de mis «especulaciones dominicales», con las que, afirma el remitente de identidad desconocida, pareciera «sacarle el culo» a eventos cruciales como las elecciones en ciernes.

En la mira de analistas y opinadores de oficio, que se pronuncian sobre la conveniencia o no de participar en un proceso postergado largamente por el gobierno, esos comicios fueron reclamo y bandera de protestas ciudadanas porque, a pesar de la falta de pudor del CNE y la obscena sumisión de sus rectoras a los caprichos y manipulaciones del Ejecutivo, representaban una opción constitucional para el fortalecimiento de trincheras opositoras, sin que ello significase dejar de lado las movilizaciones callejeras, cuando fuesen pertinentes; o, cual postula el cliché: «Cuando estén dadas las condiciones objetivas y subjetivas». No creo haber permanecido al margen del hamletiano dilema que, a dos semanas de la cita con las urnas, angustia a los venezolanos, no a todos, porque puristas y principistas decidieron no contaminarse –algunos arrojan sapos y culebras sobre quienes contarían sus argumentos–, sumándose a los desaprensivos de siempre que ya se las echaron al hombro –las declaraciones de unos y el me importa un cuerno de los otros no son suficientes para que se les eche en sacos distintos–, sin reparar en que la abstención ha sido una constante en la ecuación electoral del castro-chavismo y punto de apoyo para mover la palanca de los escrutinios.

¿Que no deshojo una dubitativa margarita shakespereana, to vote or not to vote? ¡Pues no! Entre otras cosas porque that is NOT the question! Gracias a la abstención, se instaló Chávez en Miraflores hasta que lo llamó la parca y se aprobó una cursi y farragosa carta magna a su medida, a la que no tenemos más remedio que aferrarnos. También, mediante la «abstención militante», le entregamos el Parlamento, las gobernaciones, las alcaldías y los consejos legislativos y municipales. En síntesis, le cedimos TODO el poder a los rojos. ¡Y hay quienes se empecinan en seguir tropezando con la misma piedra! El voto es una prerrogativa cuyo ejerció nos permitiría mostrar al mundo los desequilibrios (y las arbitrariedades) que, en materia de recursos y arbitraje, definen el talante dictatorial de quienes gobiernan. Sufragar es una obligación moral inherente al contrato social de cualquier república democrática. ¿Que Venezuela ha dejado de serlo y no lo fue durante años? De acuerdo; pero ello no impide, y por el contrario anima, la insurgencia ciudadana contra el despotismo.

A medida que desgranaba las palabras precedentes, pensaba que el objeto de ellas también lo era de multitud de doctores que diagnostican los males que padecemos, pero no dan con las medicinas para su cura. No deseaba, y esto va dirigido especialmente al inquisidor virtual, sumar mi parecer, ¿más de lo mismo?, a un debate que se perfila bizantino. Ello me condujo a pensar en una extraña y divertida novela, El movimiento V. P. –«Muy antigua y muy moderna a la vez» la juzga su prologuista, Juan Manuel Bonet–, escrita por un sevillano reverenciado por Borges, Rafael Cansinos-Assens. Publicada en 1921, y considerada «primera novela de vanguardia del siglo XX español», es un carrusel de metáforas; sus páginas están repletas de símiles y alegorías con que «jóvenes poetas viejos» y «viejos poetas jóvenes» disputan modernidades caducas al nacer. Envidié ese caleidoscopio de figuras retóricas apenas topé con una definición de los bomberos, «cuerpo de abolengo mingitorio», y lamenté carecer de un estro armónico que me facilitase componer alguna frase para defender el voto sin herir susceptibilidades. No hallé ninguna y decidí recurrir a un artículo de mi autoría, ¡vaya petulancia!, publicado en 2012, en ocasión de una jornada análoga a la que nos aguarda a la vuelta de la esquina y el almanaque.

“Los idiotas no votan” era el provocador y escasamente creativo título de aquel artículo, último de una serie de cuatro variaciones sobre un tema que entonces nos inquietaba tanto como ahora. En él abogaba por participar en unas elecciones signadas por el ventajismo y la digitación de 11 monos y 12 gorilas prestos a convertir los estados que ambicionaban gobernar en vivacs al gusto del comandante inmarcesible. Y puesto que la geometría verbal a mi alcance era y sigue siendo plana y rectilínea, ajena a las sinuosidades del sentido figurado, no vacilé en recurrir a voces autorizadas para robustecer alegatos contra los que olímpicamente se desentienden de la política –oficio turbio, según ellos, propio de demagogos e inescrupulosos impostores que viven del cuento–: un filósofo, Platón; un historiador, Arnold Toynbee, y un político militante, el presidente de Brasil, Luis Inácio Lula Da Silva. Sostenía el griego que «uno de los castigos por rehusarte a participar en política  es que terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti». Por su parte, el historiador británico pensaba que «el peor castigo para quienes no se interesan en la política es ser gobernados por quienes sí se interesan». Y Lula, que aún no se había revelado como el vivián que parece ser y su opinión era respetada incluso por los que no comulgaban con su credo, defendía la idea de que «al que no le gusta la política corre el riesgo de pasar su vida entera siendo mandado por aquel al que le gusta».

Quizá, ese artículo no era políticamente correcto –me supo y me sabe a soda–, pero debo aclarar que el adjetivo idiota fue manejado con la singular acepción de Fernando Savater: «Idiota, del griego idiotés, utilizado para referirse a quien no se metía en política, preocupado tan solo en lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás».

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