Antes de incursionar en la vida del país, Oscar Pérez era un ciudadano venezolano normal. Ese de los que se ganan la vida día a día con su profesión u oficio y con el trabajo arduo. En el caso específico de él, era simplemente un funcionario policial. No era un político. Como todos los venezolanos, fue devorado por la vorágine de las protestas del año 2017. Millones salimos a protestar con los instrumentos que teníamos a nuestro alcance; nuestras voces, pancartas y consignas. Oscar Pérez echó mano del suyo: un helicóptero de la policía científica venezolana. Con ese helicóptero sobrevoló el espacio aéreo de la capital de Venezuela; exhibió una pancarta invocando el artículo 350 de la Constitución, lanzó desde el aire unos panfletos y unas inofensivas cajas sonoras en las sedes del Ministerio de Interior y Justicia y del Tribunal Supremo de Justicia. Con ello desafió al régimen y les mostró a los venezolanos su vulnerabilidad en materia de defensa integral. Demostró que el poderío del aparato de seguridad del régimen era una quimera, un mito. Luego escapó como si nada y dejó el helicóptero en las montañas del litoral central.

Esa aventura fue tan perfecta que pocos venezolanos creyeron que era real. Muchos decían que era otra maniobra del gobierno y del G2 cubano para distraer la atención. Lamentablemente, Oscar Pérez tuvo que haber muerto como murió para que esos incrédulos que existían y que todavía existen en el país, se convencieran de que sus demostraciones de rebeldía en contra del régimen eran auténticas y reales.

Sin ser un letrado ni un político profesional, sin embargo, Oscar Pérez tenía una intuición de lo que significan los conceptos de la libertad y la democracia. Aquellos derivados de las enseñanzas de la materia Formación Social, Moral y Cívica en los colegios y liceos durante los 40 años de la república civil. Es por ello que Rafael Caldera reiteraba insistentemente que la vocación y el espíritu libertario y democrático del pueblo venezolano estaba ya sembrado en su alma y que por más que quisieran no lo iban a poder arrancar de él.

En la lucha por reconquistar esa democracia y la libertad arrebatadas, Oscar Perez salió a la batalla. Se fue a la clandestinidad, organizó un movimiento bajo el nombre de “Equilibrio” cuyos postulados son “Unión y Justicia para todos”. No conocemos la orientación ideológica su movimiento ni si tuvo algún plan elaborado y sistemático para Venezuela más allá de la reconquista de la libertad y de la democracia.

Pero sin duda era un idealista imbuido de la nobleza de la juventud que salió a protestar en los años 2014 y 2017, sin la malicia del político curtido llama a salir a la calle; pero la sociedad civil, llena de escepticismo, al no ver resultados de las constantes y masivas protestas, lo piensa dos veces a la hora de volver a salir a marchar. Por eso no acuden al llamado de nadie. Ni de Oscar Pérez. Su llamado chocó no solo en contra del desánimo de la sociedad venezolana, decepcionada por tanto fracaso opositor; sino con un régimen que sí estaba claro en que sus acciones eran auténticas y que no iba a tolerar alzamientos armados porque saben que en las actuales circunstancias, la invocación del art. 350 de la Constitución es la única manera de sacarlos del poder; porque electoralmente, con el actual CNE y su estructura electoral, está más que demostrado, no hay forma de que ello ocurra. El régimen recurre a la herramienta electoral solo cuando está seguro de que mediante esa forma no los van a desalojar del mando. Las  iniciativas sobrevenidas de convocatoria a elecciones sin respetar las reglas de juego básicas ni las normas constitucionales tienen la doble intención de, en primer lugar, mantenerse gobernando y con ello venderle al mundo su supuesto “espíritu democrático” y, por otra parte, dividir a la oposición venezolana que hoy por hoy se debate entre participar o no en las elecciones presidenciales convocadas para el 22 de abril.

Al no haber salida electoral posible, el gobierno sabe que lo que le queda a la oposición es la invocación del art. 350 de la Constitución. Oscar Pérez era su símbolo. Por esa razón su muerte y la de su grupo tuvo las características brutales que tuvo. Utilizaron armamento pesado en contra de un grupo de venezolanos, entre ellos una mujer, que se encontraban con las manos alzadas en señal de rendición. Pero para el régimen la rendición no era suficiente. Había que matarlos. Había que masacrarlos y con ello mandarle un claro mensaje a cualquier miembro de las instituciones del Estado que estén en posesión de armamento, de cuál va ser la consecuencia en caso de que se atrevan a desafiarlos. A Oscar Pérez y a su grupo los ejecutaron en forma sumaria y después, para incrementar el volumen de su barbarie, pretendieron cremarlos para botar sus cenizas en el río Guaire. Pero gracias a la valentía de sus familiares, que no cedieron a presiones, a los diputados Delza Solorzano y Winston Flores, a los periodistas de las redes sociales, pero en especial a los valientes funcionarios públicos de la morgue de Bello Monte, quienes se le plantaron al régimen para impedirlo, el gobierno no llegó a materializar ese desafuero. Después, por órdenes de la bota militar, se negaban a entregar los cuerpos a sus familiares directos y sus exequias a las que pretendían acudir miles de venezolanos fueron brutalmente reprimidas. Y para evitar se supiera lo dantesco del crimen, demolieron la vivienda destruyendo así la escena del crimen.

El corolario de todo esto es que a Oscar Pérez y su grupo de libertarios los habrán asesinado, pero el espíritu democrático, sembrado en el pueblo venezolano, reivindicado en sus acciones está allí, más vivo que nunca. Tarde o temprano, como sea, prevalecerá. Y eso lo sabe el régimen y también lo saben los del Comando Sur de Estados Unidos.


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