«Hay que contar cuentos cuando se debe contar una mentira para decir la verdad», aconseja Joseph Kszak, ficticio y sentencioso «ministro de imponderables» que, con rango protagónico, aunque no estelar, aparece en un thriller –El misterio de la sardina– de Stefan Themerson (1910-1988), escritor inglés de origen polaco, generosamente equiparado por escribas de contraportada con el Lewis Carroll de Alicia en el país de las maravillas o el Raymond Quenau de Ejercicios de estilo. A la concertación democrática le vendría bien tener presente esa recomendación para que las declaraciones de sus voceros no sean puestas en tela de juicio por los embusteros desmentidos de los hermanitos Rodríguez, como ocurrió con el balance del (des)encuentro escenificado en Santo Domingo.

A decir verdad, la oposición democrática, para consternación de tuiteros y feisbuquianos que colocaron en el paredón del escarnio a quienes, convencidos de la viabilidad electoral del proyecto unitario, procuraban pactara un honorable término a la infeliz gestión de Maduro –contrariamente a lo vaticinado y esperado por esos ciberfusileros–, no fue comparsa del sainete que, con la interesada anuencia de Danilo Medina, el zapatero Rodríguez, ¿agente encubierto del chavismo?, montó en tablas quisqueyanas. Con torpeza de pescador inexperto, el sosias de Mr. Bean lanzó un anzuelo al río revuelto de las negociaciones, pretendiendo ralentizar el reloj oficialista y desbancar políticamente a la oposición, pero o usó un cebo equivocado o se le enredó el sedal, y la prejuzgada delegación democrática que acudió a la cita, aunque no cantó victoria, sumó un tanto moral a su favor.

Hay quienes piensan que la dictadura jugaba al fracaso del diálogo; sin embargo, es indudable que el deterioro del edificio gubernamental, notorio y vertiginoso, reclamaba una mano de pintura que hiciera más o menos presentable su fachada principal ante la comunidad internacional, de modo que los puntos que perdió en la isla merenguera la pusieron en tal aprieto que no le quedó otra que transitar a toda velocidad por la autopista del fraude, acelerando un proceso electorero sin garantías, calculado para desanimar a sus oponentes, que de muy poco tiempo disponen para definir una estrategia aglutinadora de voluntades, capaz de frenar esa alocada carrera hacia el barranco del continuismo, más si se empeñan en entablar disputas sobre con quién vamos y no en cómo lo hacemos. En este sentido, es pertinente recordar lo expuesto por El Nacional en su editorial del pasado martes 13 («Una ruta de esperanzas»): «El escenario para la discusión no debe ser un ámbito de violencia y descalificación, sino lugar para un debate ejemplar que nos ayude no a promover una candidatura ni un personaje en especial, sino la victoria y la conquista del poder». Así, pues, el fraude a consumarse, auspiciado por la espuria asamblea nacional constituyente y alcahueteado por las celestinas del poder electoral –tal vez no sea necesario aclarar que las minúsculas son deliberadas, pero no está de más dejar constancia de ello–, antes que amilanarnos por su descaro, debería estimular nuestra imaginación para, más pronto que de inmediato, delinear un plan de contraataque orientado en la dirección sugerida por el periódico.

En los últimos días se han multiplicado las denuncias en torno al doloso carnet de la patria, convirtiendo en certezas las sospechas de que se trata de un sofisticado instrumento para el censo, control y manipulación de los votantes, pero, sobre todo, para la forja de resultados orientados a abultar una participación que quienes cortan el bacalao estiman raquítica –tal vez debí haber escrito escuálida, pero el mal uso del vocablo por parte del paracaidista inmortal pervirtió el significado de ese adjetivo con el que todavía hoy se (des)califica a la oposición–, y su cifra, de conocerse, despojaría al reyecito de argumentos para su ratificación. No es, en cambio, raquítica la diáspora que ha alejado del territorio nacional a una décima parte de sus habitantes. Tampoco la cantidad de migrantes que huyen de este campo de concentración, buscando refugio en Colombia y Brasil. Viendo las fotos y videos que registran multitudes en fuga hacia los países vecinos, las asocié con añejas ilustraciones del caricaturista mexicano Gabriel Vargas.

A mediados del siglo pasado, llegaba a los puestos de revistas del país, conjuntamente con la versión en español de los cómics norteamericanos del King Features Syndicate, algunos de los cuales –Blondie (Lorenzo y Pepita) o Bringing up Father (Educando a Papá)– inspiraron su gestación, una historieta tenida en México por clásico del género, tanto que sus personajes fueron objeto de homenaje en el Museo Nacional de Culturas Populares de Coyoacán, al cumplirse, el 5 de febrero de 2015, el primer centenario del nacimiento de su creador. Me refiero a La familia Burrón. Recuerdo haber tenido en mis manos algún ejemplar que, en 36 páginas, narraba las peripecias de una familia de clase media baja tirando a prole, los Burrón Tacuche, habitantes del «chorrocientos chochenta y chocho del Callejón del Cuajo», en un imaginario barrio de la capital azteca, ciudad que Vargas no imaginaba iba a crecer hasta llegar a ser una de las mayores aglomeraciones urbanas del planeta y que, de alguna manera, prefiguró en los autobuses atestados de pasajeros que dibujó y, para mi asombro, al menos eso me parecía entonces, corrían el riesgo de colapsar por sobrecarga. Igual me pasa ahora cuando veo pasar busetas abarrotadas que no se detienen en las paradas y acarrean a ciudadanos como si fuesen reses. Porque el servicio es deficitario e indigno de ser considerado tal. Porque de vaina hay gasolina y no hay cauchos ni baterías, ni aceite, ni repuestos. Porque en este país petrominero una logia castrense y narcocorrupta, escudada tras un civil que ejerce nominalmente la presidencia, apuesta por el éxodo de los ciudadanos –¡adiós votos adversos!–, a fin de simplificar la comisión de un dolo comicial. Millares de familias que, como la Burrón Tacuche, procuran mejorar su calidad de vida, arriesgan el pellejo desplazándose hacia las fronteras, en especial la colombiana, hacinadas en destartaladas e insalubres unidades de transporte que, hace años, las autoridades de un país civilizado habrían enviado a los desguazaderos. Y, ahora, apiñadas en controles de inmigración, están en peligro de quedar atrapadas en un conflicto provocado por la dictadura –tienen días anunciando que viene el lobo– para sacar partido de lo que el Dr. Johnson llamó «último recurso de los canallas»: el patriotismo. Esta es una verdad incontestable a ojos de quienes tienen que marcharse, pero una apreciación mendaz en el extraño mundo del señor Maduro.


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