Todas las mañanas a muy tempranas horas la señora se apostaba en la puerta de la panadería propiedad de una prestigiosa familia italiana que había expandido su negocio a través de la creación de una amplia red de pastelerías y panaderías que a la vez funcionaban como cafeterías en todo el municipio capital del otrora pujante y próspero estado petrolero.

La señora portaba una figura enjuta, larguirucha, acentuadamente desgarbada y en sus manos siempre llevaba un sobre grande de plástico donde guardaba unas láminas con exámenes de imagenología, tal vez alguna tomografía axial computarizada con contraste que, de pronto, en algún momento de su maltrecha existencia tuvo que realizarse en algún centro de diagnóstico integral de la zona.

Recuerdo cuando los billetes de cien comenzaron a escasear, la señora se sentaba en una de las mesas de la panadería y solicitaba a los viandantes que hacían cola en la mañana y en la tarde para comprar dos canillas por personas y solicitaba veinte bolívares a cada persona que salía del local con sus dos canillas bajo el brazo. Pocos se negaban a otorgarle los veinte bolívares que pedía y muchos le daban un billetico de cien y hasta dos de la misma denominación. En rigor, cada día la señora aparecía luciendo el mismo blue jeans cada vez más sucio y la misma blusita roída y maloliente. Pese a su deteriorada facha y rostro huesudo y cadavérico nunca despertó en los asiduos compradores de pan ninguna sospecha de andar en drogas ni de usar las monedas que recibía para comprar licor. Al contrario, su dócil comportamiento despertaba en la gente una singular solidaridad rayana en la conmiseración y la lástima. Un poeta, escultor y pintor consuetudinario frecuentador de la panificadora prefiere hablar de misericordia.

Hoy amaneció otro mendigo en la panadería, su aspecto revela que su edad rebasa los ochenta años. Flaquísimo, con los pómulos sobresalientes y las cavidades de sus ojos singularmente hundidas como semejando una calavera. Es gruñón y ofende a quienes no dejan un billete entre sus manos extendidas como un brazo mecánico hacia los que entran y salen de la panadería. Usa un bastón de aluminio desvencijado y desgastado de tanto golpear la superficie del piso donde se atrinchera, en una discreta diagonal a la salida de la panadería.

Cada semana proliferan más los mendigos; se reproducen como moscas, irracionalmente, florecen como hongos en las periferias de los abastos chinos, en las esquinas de la ciudad llena de tachos de basura regada por los perros que buscan entre la basura y se disputan con niños, jóvenes y adultos algo que se salve para llevarse a la boca en los alrededores de los mercados, en los autobuses de las rutas urbanas aparecen súbitamente como espectros con sus cuentos gastados y repetidos; algunas veces con una pierna postiza embutida en gasa sanguinolenta para asustar a los incautos y desprevenidos, tal vez un recurso extremo de persuasión para despertar lástima entre los usuarios del transporte público. Ya no ofrecen caramelos ni chucherías en los pasillos de los autobuses porque hay una terrible escasez de chucherías en todas partes; los expendios y establecimientos que venden caramelos al mayor han quebrado o cerrado sus negocios porque las fábricas se fueron del país huyendo de las constantes y sistemáticas fiscalizaciones compulsivas y feroces controles militares y expropiaciones y confiscaciones de las cuales son objeto.

Entre las legiones de mendicantes que pululan por todo el territorio hay de todo: esta mañana me acerqué a la panadería, como de costumbre, a tomar un cafecito tinto y olvidé llevar las monedas que suelo dar al primer mendicante que tropezara por azar en el trayecto que diariamente recorro de mi casa a la avenida donde queda ubicada la panadería. Mi olvido involuntario se debe a que suelo pagar con dinero plástico por la comodidad de evitar meterme en las largas y tediosas colas de los cajeros electrónicos del único banco que hay en la zona.

Para mi sorpresa, volví a ver a la señora del blue jean y la blusita de florecitas verdes. Hoy la vi más aseada y se cortó el cabello, pero ahora fuma, debe hacerlo con frecuencia porque la vi llevarse su mano izquierda a uno de los bolsillos de su pantalón de donde extrajo un pequeño yesquero de plástico amarillo con el cual encendió un cigarrillo seguramente comprado al buhonero evangélico ambulante que vende café en un termito azul. El buhonero vendedor de café y cigarros es un elemento más de la pintoresca fauna de mendigos que orlan el paisaje humano de malvivientes, clochards, rateritos, borrachos y vendedores de droga que habitan la zona de Bajos de La Godarria, esa extensa costra de ranchos parapetados que se enseñorea justo detrás de

la la gran avenida de la panadería.


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