Los cultores del liberalismo económico clásico sostienen que la intervención del gobierno en la actividad económica debe reducirse a la mínima expresión. Bajo este sistema, el ordenamiento jurídico garantiza el derecho de propiedad, la eficacia de los derechos civiles y políticos, el control de la seguridad interior y exterior de la nación y el libre funcionamiento de los mercados de bienes y servicios. Contraria a esta concepción, la doctrina socialista afianza la propiedad y administración colectiva de los medios de producción, la planificación centralizada y sus derivados controles sobre el quehacer económico, y el tutelaje sobre ocupaciones sociales y culturales, todo ello con el fin de alcanzar el bien común, la igualdad social y una más equitativa distribución de la riqueza. Entre ambos extremos en el plano ideológico ha prosperado un intenso debate a través de los años, cuya cima fue la tensión militar –la llamada guerra fría– sostenida entre los bloques capitalista, encabezado por Estados Unidos de Norteamérica, y socialista, encabezado por la extinta Unión Soviética.

El joven Teodoro Petkoff, hijo de inmigrantes procedentes de Bulgaria y asentados al sur del lago de Maracaibo, toma tempranamente partido en aquel debate doctrinario. El marxismo venía siendo elección novedosa desde 1936, estimulada por los hermanos Machado, por Rómulo Betancourt, por Salvador de la Plaza. Petkoff, ya militante del Partido Comunista en los años cincuenta, se hará parte del Comité Regional de Caracas, más tarde pasará a la clandestinidad y en 1958 integrará la eufórica multitud lanzada al asalto de la Seguridad Nacional. En 1961 llegará al Comité Central y en 1964 al Buró Político, en una carrera destacadamente ascendente dentro de un partido que nunca fue bien visto por la clase dominante y la sociedad en general. Bajo el influjo de la triunfante Revolución cubana, se embarca en la lucha armada, el gran error histórico de la izquierda venezolana que él mismo reconoce con espontánea franqueza; el manifiesto anticomunismo del gobierno democrático era igualmente invocado como excusa válida para semejante decisión. Prisionero evadido del Hospital Militar, quedará nuevamente recluido en el Cuartel San Carlos –del cual también se fugará–, para finalmente acogerse a los términos de la pacificación lograda en el primer gobierno de Rafael Caldera. Comienza para él una nueva etapa en su vida política con la fundación del Movimiento al Socialismo (MAS), señalada por su definitiva inserción en el juego democrático.

Ya en sus tiempos de militancia en el Partido Comunista, Teodoro Petkoff había dado muestras de su recia personalidad. La búsqueda de una vía auténticamente venezolana hacia el socialismo, sin filiaciones en las posturas soviéticas, chinas o cubanas, es indicativa de su carácter, de lo que fue como hombre de ideas propias. Como bien dice, los acontecimientos de Checoslovaquia contribuyeron a deshacer entre los comunistas muchos de los mitos ingenuos y confiados de los primeros tiempos, toda esa imaginería asociada al logro del socialismo en los países donde los partidos comunistas habían alcanzado el poder público. Apartándose pues de los modelos teóricos de la literatura marxista, admite la existencia de variadas formas de socialismo, entre ellas la democrática –que igual sustenta el derecho de propiedad–, y que asumirá apasionadamente hasta el final de sus días. En tal sentido y más allá de la crítica, incluso del cuestionamiento que puedan merecer sus erróneas actuaciones, es sencillamente admirable su capacidad de rectificar en su pensamiento y acción política. No hay duda de que fue un hombre íntegro, ante todo intelectualmente honesto.

Conocí a Teodoro hace muchos años, cuando apenas comenzaba su nueva vida política y le veía con frecuencia en casa de mi padre, en su hacienda de Agua Fría, en Barinas o en actos de la Universidad Central de Venezuela. Desde el primer momento nos hicimos buenos amigos, compartimos temas diversos, incluso aquellos escabrosos contenidos de la política y la economía; en oportunidades coincidimos sin mayores reparos, en otras ocasiones consignamos nuestras diferencias de manera muy respetuosa. En Nueva York compartimos agendas de trabajo ante la comunidad bancaria, cultural y de los negocios, él en su papel de ministro de Planificación y yo como funcionario del Servicio Exterior de la República. Sus intervenciones fueron siempre muy lúcidas, precisas y oportunas, fue el gran propulsor de la Agenda Económica que confirió nuevas posibilidades al país. Daba gusto trabajar con Teodoro en aquel ambiente propicio a la inversión real en Venezuela, devenido nuevamente en país de esperanza. Y siempre fue leal a sus convicciones, como lo demostró en nuestra visita privada al gabinete del doctor Henry Kissinger en la ciudad de los rascacielos; advertido por este sobre el notable cambio en su línea de pensamiento, contestó con firmeza: no engaño a nadie, sigo siendo socialista esencial, es mi modo de ser y de pensar, solo he caído en cuenta que esa doctrina quedó sin respuestas válidas ante las realidades de mi país y es por ello que vengo a promover la apertura económica.

Se nos va un amigo dilecto, un personaje que no iba a pasar inadvertido en la política, en la vida, ni en la cultura venezolanas de las últimas décadas. Su angustia vital ante el desmantelamiento de la democracia y la destrucción moral y material del país, aunada a circunstancias personales que no es del caso comentar, fueron concurrentes en su hora final. Nos quedan su legado expresado en ideas y realizaciones afirmativas, tanto como el recuerdo afectuoso de tiempos compartidos –incluso en familia– y sobre todo el privilegio de su amistad.


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