Hoy, cuando finaliza el censo nacional automotor, jornada faramallera y con piquete al revés, y la intención subyacente de proporcionar información a los organismos gubernamentales de inteligencia y espionaje, a objeto de afinar sus mecanismos de control sobre la ciudadanía, se están cumpliendo 520 años del arribo de Cristóbal Colón, en su tercera travesía trasatlántica, a las costas venezolanas. A tierra firme, Tierra de Gracia a los ojos y juicio del navegante genovés, cautivado por la exuberancia, luminosidad, colorido y diversidad de un paisaje equiparable al paraíso terrenal sublimado por la fe y perdido por falta de ella.

Ese 5 de agosto de 1492, ¡pura casualidad!, mientras el Gran Almirante de la Mar Océana imaginaba desembarcar en el edén, su hermano, el adelantado Bartolomé Colón, fundaba en la Española (actual República Dominicana) la ciudad de Santo Domingo. ¡Vaya si no es fecha memorable!, a pesar de haber caído jueves, día entre paréntesis –a decir de García Márquez– e inservible hasta para morir. Con el trajín censual, la doble efeméride no será motivo de especial recordatorio, dada la cortedad nemotécnica de los historiadores oficiales y su tendencia a adulterar el pasado, a fin de ajustarlo a la leyenda negra inherente a la hispanofobia del comandante galáctico. A este debemos un acontecimiento a ser memorado, este sí, por sus exégetas, con retórica tricolor y los habituales bombos y platillos patrioteros destinados a ensalzar su legado –lastre, en honor a la verdad–: la muerte y sepultura, el 5 de agosto de 1999, de la cuarta república de Venezuela y del Estado democrático de derecho fundado en la separación de los poderes públicos.

Han transcurrido casi veinte años desde aquel acto de malabarismo mediante el cual se procedió al desmontaje institucional de la República y a su «refundación», y aquí, ahora,  tenemos patria  «refundida» y una esperpéntica Constitución, redactada al gusto afectado y cursilón del comandante hasta siempre, buena para ser violada al modo monaguense, y sancionada por apenas 3.301.475 votantes –menos de 30% de los 10.940.596 inscritos entonces en el registro electoral–, en un referéndum imposible de olvidar dado el daño ocasionado al  litoral varguense por una naturaleza transgresora de la disciplina revolucionaria. Si se trata de obtener resultados, importa cómo, no cuánto, y los reparos a ese pragmatismo se zanjan con una máxima devenida en tópico: el fin justifica los medios. La frase, de autoría incierta, atribuida erróneamente a Maquiavelo, es ampliamente aceptada en el ejercicio político sin parar mientes en su cuestionable eticidad. Para Aldous Huxley el fin no puede justificar los medios, pues estos determinan su naturaleza. Camus invierte los términos de la proposición y sentencia: «En política, los medios deben justificar el fin».

Navegamos entre citas de ilustres pensadores tratando de elucidar si la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y sus 25 antecesoras fueron medios de alcanzar la máxima felicidad u ocasionales pretextos con la pretensión de proporcionar piso político a los caudillos de turno, como es el caso del bodrio bolichavista vigente. Y si este es representativamente írrito, qué puede decirse del que se cuece, a fuego lento y a escondidas, en el sórdido fogón prostituyente y comunero, ya entrando a su año terminal, sin mostrar el queso de sus tostadas deliberaciones y amenazando con extender su usurpación del poder soberano durante un bienio adicional. En la forma, circo suplementario de la dieta carnetizada; en el fondo, quebrantamiento del orden constitucional para justificar un modo despótico de dominación basado en el poder militar.

El mayor éxito de las cabriolas y volteretas del proceso involutivo chavobolivarista ha sido dividir a sus adversarios y mantenerlos a la defensiva permanente, al punto de minimizar sus victorias y hacer de ellos una fuerza inocua inmersa en el desconcierto. El oficialismo no discrimina medios y fines. Son piezas intercambiables en el tablero del poder de acuerdo con los avatares de un juego de reglas variables en función de los movimientos del rival. Tampoco lo hace la oposición. Por razones acaso divergentes; pero, al respecto, por irrefutable y experimentalmente probado, es demoledor el cliché: los polos opuestos se atraen. A lo largo de dos décadas de encuentros y desencuentros, la disidencia democrática –la de mayor visibilidad y poder de convocatoria– hizo de la unidad desiderátum de su praxis y subsistencia y no mecanismo de presión para forzar un cambio de timón en la conducción de los asuntos públicos o, en pocas palabras, salir de Maduro y del narcochavismo. Por su parte, el antagonismo virtual, atrincherado en las redes sociales, arroja dicterios a discreción contra quienes no compartan posturas acrisoladas por la subjetividad del guerrero solitario y el vengador anónimo, tachándoles de colaboracionistas, cuando no de cómplices de la dictadura, o quinta columnistas infiltrados en la contra. Sin objeciones de conciencia ni ataduras morales, repiten, descontextualizada, la muy reaccionaria e infame aserción del diletante saboyano y acervo enemigo de la ilustración Joseph de Maistre según la cual «cada pueblo tiene el gobierno que se merece». ¿Y si, a la inversa, todo gobierno se diese un pueblo a su medida? Entonces habríamos dado con un punto de convergencia de los contrarios y de confusión entre pueblo y gobierno, medios y fines.

En el paraíso que fue tierra de gracia, vindicado por Chávez como referente de quiméricas promesas, el hombre tenía a su alcance los recursos suficientes para vivir dichoso. En su mar rojo de felicidad navega, sin brújula ni cartas náuticas, un grumete de tercera ungido presidente por merced del redentor, y los medios de subsistencia, producción y comunicación son monopolio de una élite corrupta y corruptora entronizada en el poder, cénit de sus mezquinas aspiraciones y fin en sí mismo. No renunciaría a él sin antes arrasar con el país, como hizo con Vargas el aciago telón de fondo de la primera de las numerosas consultas electorales convocadas por Chávez cuando las cosas pintaban feas, y avaladas por una oposición civilizada, apegada a reglas de convivencia republicana no compartidas por el adversario. Han transcurrido casi veinte años de ensayos fallidos y errores mayúsculos, y todavía hay opositores convencidos de que la luna es pan de horno y no perciben las morisquetas ni la paloma que se burlan al manifestar sus aspiraciones de cambiar de rumbo mediante el sufragio. ¡¿Hasta cuándo la confusión entre medios y fines?!

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