Para entender la tragedia migratoria de los niños en la frontera con Estados Unidos, la dimensión de la pifia de Trump y sus consecuencias, es preciso examinar las causas menos aparatosas, pero más significativas de este triste episodio. Desde mediados de abril, el gobierno de Trump empezó a aplicar su política de “cero tolerancia” en la frontera, a través de una serie de mecanismos ya descritos. En particular, el procurador general Sessions decidió encarcelar, y no solo detener, a toda aquella persona que entrara a Estados Unidos sin papeles, y que no fuera mexicana o canadiense, acusándolos de cometer un delito mayor –felony– en lugar de uno menor –misdemeanour–. Esto implicaba ser recluidos en una cárcel federal, no en un centro de detención, y por tanto ser separados de menores de edad que acompañaran a la persona encarcelada.

Lo importante, sin embargo, no radica en este hecho en sí mismo, por cruel y desalmado que resulte. La clave de la decisión se halla en el aumento vertiginoso del número de migrantes centroamericanos buscando entrar a Estados Unidos, muchos de ellos acompañados de menores, a partir del mes de febrero de este año. En 2017 las cifras descendieron, en buena medida por miedo a la idea del muro, y a las deportaciones inmediatas y masivas. De ahí el descenso de hasta en una tercera parte en febrero, enero, marzo y abril de 2017 en relación con 2016. Pero a partir de febrero de este año, el flujo migrante en general, y en particular centroamericano, medido por el número de aprehensiones en la frontera empezó a dispararse. En febrero el aumento fue de 50% en relación con 2017; en marzo, de más de 200%; en abril y en mayo, igual. De tal suerte que Trump se vio acorralado, de la misma manera que le sucedió a Barack Obama en julio de 2014.

En ese momento estalló otra crisis migratoria, en esa ocasión de miles de menores de edad no acompañados que empezaron a ingresar a Estados Unidos, a lanzarse a los brazos de la patrulla fronteriza o de otras autoridades, a sabiendas sus padres, o los polleros que los encaminaban desde Centroamérica, que una vez en manos de dichas autoridades tendrían derecho a distintos tipos de audiencias. En vista de la escasa capacidad de detención de las instancias federales en la frontera, en realidad los niños serían puestos en libertad bajo la tutela de algún familiar en Estados Unidos hasta que su caso fuera revisado por un juez de migración. Obama, con toda razón, le tuvo terror a las imágenes de miles de niños centroamericanos no acompañados entrando a Estados Unidos y siendo recluidos en centros de detención desbordados, y decidió hacer lo único que podía: pedirle al gobierno de México que le sacara las castañas del fuego. Fue cuando Obama, el vicepresidente Biden, y en particular el jefe de la oficina de la Casa Blanca –Denis McDonough– hablaron con el presidente Peña Nieto, con Aurelio Nuño –jefe de la oficina de la Presidencia en México–, y en particular, con el embajador de México en Washington –Eduardo Medina Mora–, para lograr que México realizara lo que desde entonces llamamos el trabajo sucio de Estados Unidos. Después de alguna resistencia y una escasa negociación, Peña Nieto accedió, se lanzó el Plan de la Frontera Sur, encargado a Humberto Mayans, que después renunciaría al cargo, y empezó el sellamiento, hasta donde se puede usar ese término, de nuestra frontera con Guatemala. Muy pronto, se elevó dramáticamente el número de deportaciones de centroamericanos desde México, y se redujo en la misma magnitud la cifra de deportados centroamericanos desde Estados Unidos. Así se mantuvo la situación no solo hasta la toma de posesión de Trump, sino durante su primer año.

Pero cuando se desató nuevamente una ola migratoria centroamericana, Trump primero trató de resolver el problema exigiéndole a México un acuerdo de tercer país seguro. Al ser solo para solicitantes de asilo, no abarcaba la totalidad del flujo adicional. Más aún, no parecía factible pedirle tanto a un gobierno al cual había insultado y humillado en repetidas ocasiones. De ahí que no hallara solución alguna ante la crisis que pudo esquivar Obama: las escenas de niños separados de sus padres y enjaulados.

La reculada de Trump es más mediática que sustantiva. Va a ser difícil revertir los fallos judiciales previos que impiden la detención de niños por más de 20 días, o que prohíben la detención de padres con niños en cárceles federales. Y no cuenta esta vez con la anuencia del gobierno de México. A esto se debe tanta confusión, un comportamiento tan errático y tanta actitud vergonzosa por el país más rico del mundo.


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