En vista de las barbaridades que se siguen cometiendo en ambas fronteras, mexicanos contra migrantes centroamericanos, cubanos y ahora del mundo entero, parece que no me queda más remedio que insistir en el tema. Sobre todo cuando compruebo que los colegas de la comentocracia guardan un silencio al respecto difícil de comprender.

Lo más impactante en días recientes ya no son las escenas –nos estamos acostumbrando–, sino los números. En abril, las autoridades norteamericanas detuvieron a 109.000 migrantes sin papeles en la frontera con México, un incremento de 5% en relación con marzo, un mes de 31 días, en lugar de los 30 de abril. Es la cifra más elevada desde 2007. Equivale a más de 3.000 migrantes diarios, y más o menos a un total correspondiente de solicitudes de asilo.

Desde principios de año, casi suman 400.000 los extranjeros que han llegado a Estados Unidos vía México. Si nos devolvieran la décima parte, gracias al infame acuerdo negociado por el gobierno de López Obrador con Washington llamado “Remain in Mexico”, tendríamos que ocuparnos, por ahora, de 40.000 centroamericanos durante varios meses, en un puñado de puntos fronterizos.

Pero el dato más preocupante es el de las deportaciones realizadas por México en estos meses, y sobre todo en abril. No por el monto, sino por el contraste con las cifras norteamericanas. Según el Instituto Nacional de Migración, el mes pasado sus agentes deportaron a 15.000 migrantes, principalmente centroamericanos; 3 veces más que en diciembre. Lógicamente, las autoridades, tan mentirosas en esta materia como las de los sexenios anteriores, sostienen que el aumento corresponde a un incremento de la migración. Sin duda, pero no de 200%. Proviene de un cambio evidente de la estrategia migratoria de AMLO, impuesta por Estados Unidos.

Pero hasta cierto punto, eso es lo de menos. La catástrofe migratoria consiste en el contraste entre los datos de Estados Unidos y México. Llegaron 109.000; deportamos a 15.000, echándole muchas ganas, golpeando a mujeres y niños, engañando a la gente. Surgen dos preguntas: ¿Trump se va a quedar satisfecho con que solo deportemos a un 12% de los que llegan? ¿Qué tantas violaciones a la decencia y a los derechos humanos deberemos cometer para deportar siquiera a la mitad de los que se “cuelan”, digamos 50.000?

Las dimensiones del reto son, en efecto, gigantescas. Pero un gobierno serio, honesto y competente le explicaría al país esas dimensiones y las complejidades que las acompañan. Olvidémonos de la inmoralidad de hacerle el trabajo sucio a Trump a cambio de nada (T-MEC no parece que vaya a haber, y se supone que les conviene a ellos igual que a nosotros). No tenemos la capacidad de cumplirle a Trump la odiosa faena que nos encomendó y que aceptamos realizar. Por cada centroamericano que deportamos, pasan 6. Por cada detenido en las estaciones migratorias de Tapachula, etc., se escapan decenas, sobre todo los cubanos, para quienes la perspectiva de volver a la isla es intolerable. Por cada niño que los esbirros del INM le arrancan a su madre, pasan 8.800 según las cifras del propio instituto. ¿Cuál es el sentido de aumentar las deportaciones, y de recibir a los hondureños que solicitan asilo a Estados Unidos, si nunca podremos lidiar con estas cifras?

Una política más sensata consistiría en decirle públicamente a Trump –no en lo oscurito, como le gusta a AMLO– que no podemos seguir así. Estados Unidos debe hacer lo necesario –con recursos, presiones, en su caso presencia– en los países del Triángulo del Norte para que la gente no se quiera ir. Luego, debe darle asilo expedito a quien llegue y lo merezca, sin exagerar los requisitos. Por último, México debe tratar de disuadir, sin mentiras ni golpes, a los que pretenden llegar a la frontera norte, para que permanezcan en el país. Pero si no quieren, es mil veces preferible trasladar el problema a Estados Unidos que cargar con él nosotros. ¿O no es justamente lo que busca hacer Trump con México?


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