A partir del pasado viernes 17 de agosto comenzaron a surgir fuertes sospechas de que se producirán nuevos y terribles atentados del régimen contra la población venezolana. Atentados que se presume que serán reales y certeros. Que se harán sentir como agresiones graves contra el derecho y el anhelo de los venezolanos de disfrutar una vida digna, decente, con bienestar y en paz. Como desencadenantes de mayores calamidades que empeorarán la ya trágica situación que vivimos en la actualidad. Como factores generadores de más incertidumbre, frustración, angustia, desesperación, destrucción, miseria… Es lo que se espera del conjunto de medidas que forman parte de lo que pomposamente ha sido bautizado con el nombre de “Programa de recuperación económica, crecimiento y prosperidad” en los predios gubernamentales.

De acuerdo con la opinión de reconocidos expertos económicos del país, lo que se vislumbra con la aplicación de esas medidas es el cierre de empresas, el colapso de condominios en conjuntos residenciales, la eliminación de empleos, la desaparición de fuentes de ingresos, más desconfianza, mayor inflación, una devaluación más agresiva de la moneda, más hambre, más escasez, más empobrecimiento, mayor deterioro económico… No es un programa que persigue la prosperidad de la gente, no es para quebrar o revertir las expectativas hiperinflacionarias. No es para atacar o resolver la crisis humanitaria. Dichas medidas representan para José Guerra, “el paquetazo más destructivo en la historia de Venezuela”. Humberto García Larralde (en su artículo “Oye campanas, pero no sabe dónde…”), afirma que con las mismas “…la oligarquía militar y civil busca posponer el colapso inevitable del desastre que han engendrado, incluso aventurándose a desechar sus gríngolas ideológicas”. Huye hacia adelante para tratar de evadir su desmoronamiento y eventual enjuiciamiento, con la nefasta consecuencia de propiciar una mayor destrucción del país. Una huida en la que cabe distinguir, por cierto, algunas señales que revelan que el régimen no las tiene todas consigo. Como la merma sustantiva de los recursos económicos a su disposición, por ejemplo, que limita de modo muy importante su capacidad de gestión y maniobra en medio de la inmensa tragedia que ahora padecemos. Una señal entre otras señales interesantes que no debemos desestimar.

Otro gran desafío tenemos entonces por delante. Un reto que no es fácil, por supuesto. Es el reto de profundizar la lucha contra quienes, con su permanencia en el poder, cada día hunden más y más al país. Una apuesta que debe comprometernos a repensar, con coraje y humildad, lo que hasta ahora hemos hecho en el campo opositor en procura de una salida a la crisis, y a potenciar nuestros esfuerzos dirigidos a definir y poner en marcha una estrategia unitaria de gran amplitud, tanto en el plano local, como regional y nacional. Perseverar en esto. Con el convencimiento de que es una exigencia clave para recuperar la confianza y la esperanza en la lucha de las fuerzas democráticas, para darle mayor aliento a las importantes movilizaciones que actualmente desarrollan diversos gremios, sindicatos y otras organizaciones de la sociedad civil, para tratar de fracturar las bases de sustentación de la coalición dominante, para acelerar la salida del régimen y “…rescatar las posibilidades de vida y recuperación de los venezolanos”, tal como lo dice García Larralde en el artículo antes mencionado.

“Momento de ser prácticos y funcionales. Momento de decisión sobre cómo asumir esta tragedia, de forma más proactiva o más derrotista. Tiempos para una lucha interna, para preservar tu equilibrio y el de los tuyos. Tiempos para unir esfuerzos y construir nuevas posibilidades”, dicho con las palabras del psicoanalista Auxi Scarano (“La realidad venezolana es una tormenta: Algunos consejos para capearla”. Revista Zeta).

@eleazarnarvaez

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