El miércoles 17 de octubre –mañana– entra en vigor en Canadá la plena legalización del uso recreativo o lúdico de la marihuana. Detalles más, detalles menos, tanto a escala federal como en cada provincia, será legal la producción, la distribución y el consumo de cannabis. Junto con Uruguay, nuestro socio en el llamado TLCAN 2.0 se convertirá en el otro país que procedió de esa manera. Otras naciones, como Holanda y Portugal, así como regiones o estados en diversos países (California, Cataluña, Madrid) han actuado de manera análoga.

La reacción de Estados Unidos va a resultar interesante por varios motivos. En primer lugar, veremos cómo reacciona Trump en las oficinas de la ONU en Viena (UNODC), y en particular ante la Junta de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Puede, como Obama en el caso de Uruguay, aceptar tácitamente una interpretación amplia de las convenciones internacionales que rigen el funcionamiento de la JIFE y de la UNODC. A la inversa, la tentación de “castigar” a Justin Trudeau y a su país, a quienes ya ha demostrado que les guarda escaso cariño, puede resultar irresistible. Algunos se preguntarán, en todo caso, ¿y a nosotros, los mexicanos, qué diablos nos importa?

Mucho, por varias razones. La primera proviene de la demostración palmaria del costo que pagamos los mexicanos por la absurda postura de Peña Nieto de negarse a cualquier avance en materia de legalización. Por conservadurismo personal, por desidia, por el provincianismo que le impidió entender lo que sucedía en la región, nos quedamos muy atrás. Hoy Canadá y tres de los cuatro estados fronterizos con México de la Unión americana autorizan el uso de la marihuana recreativa. Nosotros no, pero seguimos mandando tropa a la sierra a quemar sembradíos; seguimos deteniendo “trailers” en las carreteras; y seguimos buscando “chapotúneles” en Tijuana, todo ello con el único propósito de cumplir con antiguos e inconfesables compromisos con Washington. Muy amigos de los socios de Usmeca, pero diferentes.

La segunda razón se refiere a la actitud de Washington frente a la posibilidad de que el nuevo gobierno de México avance hacia la legalización de la marihuana y del cultivo de amapola para producción de heroína y morfina médicas. Como ya he escrito en este espacio, han proliferado en tiempos recientes los integrantes del gobierno entrante y saliente que se han manifestado a favor. Hasta López Obrador externó una opinión si no favorable, por lo menos abierta, con las ambigüedades y los eufemismos propios de todo político mexicano tradicional. Pero en el conjunto de contactos que sus colaboradores han sostenido con la gente de Trump, estos seguramente han compartido con los de AMLO su punto de vista al respecto. Con Canadá ya no será secreto el contenido de esos intercambios. Ni podrá ser muy distinta la respuesta a Canadá que a México.

Sé que muchos esgrimen escepticismo, pero sí creo que se amarraron acuerdos secretos entre Peña Nieto, AMLO y Trump en varios ámbitos en torno al nuevo acuerdo comercial. Sospecho que las drogas, y la continuación de la guerra y de la estrategia que el propio AMLO ha tildado de fracaso, constituyen un capítulo fundamental de ese entendimiento. Aunque solo fuera por eso, estoy cada día más convencido de que el nuevo régimen va a decepcionar a todos aquellos que esperan legalización, cultivo, pacificación y recambio de estrategia. No va a suceder nada de eso. En gran parte, por los compromisos con Trump.

Pero en alguna medida también por la distancia creciente entre la impresión que da el nuevo equipo de no saber lo que quiere, y los enormes retos que enfrenta. Por una gran cantidad de motivos, México ha vivido desde 1994 bajo el fuego cruzado de dos curvas invertidas. Cada sexenio nos toca un presidente con menos mundo, o más rupestre, que el anterior. Cada sexenio, el país es más sensible a un mundo más complejo. AMLO y México en 2018 confirman ambas tendencias.


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