Cuando queremos caracterizar al héroe de la Antigüedad, la nota resaltante no es otra que la llamada “bella muerte”, es decir, aceptar un sino heroico; este destino no es otro que rehusar a vivir de forma prolongada y reposada, a cambio de morir imitablemente; dicho en otras palabras, vivir fugazmente, pero obtener la continuidad por medio de la memoria futura.

Con una imagen similar a esta, inicia A. Hermosa A., uno de los estudiosos de Maquievelo en lengua española, la conferencia que dictó con motivo de la celebración del quingentésimo aniversario de El Príncipe, titulada La actualidad del pensamiento político de Maquiavelo, texto que me sirve de telón de fondo para este artículo.  Aunque la muerte de Maquiavelo no es precisamente una muerte heroica al estilo antiguo, su trascendencia en el tiempo es lo que origina que Hermosa Andújar haga una analogía entre Nicolás Maquiavelo y el héroe de la Antigüedad. La muerte es el olvido, y ese olvido no lo ha tenido Maquiavelo a lo largo de cinco siglos. Es esa vigencia, en pleno siglo XXI, lo que ha permitido que hoy sigamos disertando sobre su obra máxima El Príncipe.

La obra del secretario florentino une antropología y política; Maquiavelo parte de la perseverancia humana tanto en la bondad de sus actos, como en la malicia de estos. Por ello, se hace necesario estudiar tanto los hechos pasados como los presentes, para que un gobernante logre mantenerse a flote y conserve  el poder.

Maquiavelo hace un estupendo ejercicio de erudición recordando los antiguos héroes para recomendarle al gobernante cómo debería actuar realizando una analogía con las acciones llevadas a cabo por tales personajes. Y este método conduce a un segundo producto de la concepción del acto político enraizado en la naturaleza del ser humano; ese segundo fruto es encarar la política con un profundo realismo, es insertar, como apunta Hermosa Andújar, “la política en el más acá de lo humano, dejando el más allá para ámbitos normativos presuntuosos –la religión, la ética o las costumbres y tradiciones– que fingen ignorar su debilidad frente al mal, y que por consiguiente saldan sus empresas con el más sonoro fracaso” .

Quien se acerque a El Príncipe es imposible que no tope con el concepto clave virtù. Nada tiene que ver con el significado que virtud tiene en el cristianismo, entendida como “perfección” moral. Durante todo el período medieval, el cristianismo consigue que el significado de la virtud esté enmarcado por el ideal de alcanzar el Bien; se ensalzan las virtudes conocidas como “cardinales”, es decir, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, cuyo pivote es el “freno” y no el “arrebato”, y se les unen las llamadas “virtudes teologales”, fe, esperanza y caridad. De allí, que en toda la Edad Media se privilegia el significado de virtud centrado en esos cánones sociales, es decir: “El repudio del mundo y el elogio de la vida contemplativa, la obediencia y la disciplina propias del claustro monacal. La «virtud heroica» cristiana no incumbe al buen guerrero, sino al santo”.

Aun cuando esta concepción perdura en el Renacimiento Italiano, la práctica política sacará a flote las contradicciones entre ese ideal y la realidad del ejercicio del poder. Y es ese conjunto de contradicciones lo que lleva a Maquiavelo a centrase en la realidad que se impone. Le devuelve a la noción de virtù la multiplicidad de significado que tuvo en la Antigüedad. Dice Abad, otro de los especialistas en el florentino y su obra, que “en ocasiones se referirá de manera explícita a quella antica virtù”.

Virtù poseyó en la Antigüedad un significado relacionado con la virilidad, que nada tiene que ver con “machismo”, que algunos autores han querido adjudicarle, olvidando la época durante la cual es escrito El Príncipe.

Virtù también encierra la colección de atributos que habilitan al Príncipe para que sea capaz de dominar los escollos del presente y aquellos que le tenga reservado el futuro. De tal manera, que podemos afirmar que la virtù está estrechamente relacionada con el arrojo, el talento, la acción y la habilidad

En este punto, Hermosa traslada ese múltiple significado al territorio de los acuerdos interestatales, interpartidistas que en la política actual produce, o intenta producir pactos que contribuyan a la conservación del Poder. Y esos pactos no son precisamente, en muchos de los casos, ejemplos de bondades o comportamientos ejemplares.

Se entra así en el territorio de la aplicabilidad y la manera cómo se despliega la virtù maquiaveliana; en este sentido, Hermosa Andújar considera que esas manifestaciones son las que más acercan a Maquiavelo a nuestra época. Al funcionar correctamente ese extraordinario entramado de la virtù, su fruto inmediato es la paz social.

Garantizaba la paz y la prosperidad, asociadas al buen uso de la autoridad. ¿Cuándo la autoridad se usa bien? Cuando el sujeto plenipotenciario, el príncipe, asume que el suyo es un poder limitado.

La actuación del Príncipe, poseedor de la virtù posee un límite, y ese lindero no es otro que el respeto por los bienes de sus súbditos y por la vida de estos, a menos que haya justificación suficiente para proceder en contra de la vida  de alguien.

Es decir, la sujeción deviene en freno político, no jurídico; ese límite está colocado justamente para impedir la rebelión de sus súbditos. La democracia no solo debe rendir culto a la libertad sino que está obligada a rendir ese culto a la eficacia.  De igual manera, esa limitación al poder absoluto impide que este degenere en dictadura o despotismo. Escrutando los anales de la historia, tan preciada por Maquiavelo, nos dice Hermosa, aparecen numerosos ejemplos de quienes dotados de poderes omnímodos han actuado en contra de la razón y pidiendo imposibles, como el Calígula de Camus pidiendo la luna. 

Por mi parte, le añadiría a su ejemplo actuaciones de nuestra fantasmagórica realidad latinoamericana en contra de la razón, la dictadura perpetua de Rodríguez Francia en el Paraguay, donde se prohibió el tráfico fluvial, cerrando completamente al país. El espacio geográfico paraguayo se convirtió en cárcel inviolable. Las órdenes eran terminantes: pagaban con su vida. “Yo no llamo ni reputo paisanos a unos infames que se expatrían ellos mismos renunciando y abandonando su patria”, declaraba el dictador.

Los parecidos abundan en Venezuela.


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