Lena Yau

A Ramón Pasquier, la elegancia del gato.

In memoriam.

1.

La última vez que vi a Ramón Pasquier fue en octubre.

Viajé a Venezuela con el mismo equipaje de siempre: una agenda muy cargada y las ganas de mirar, leer, abrazar, respirar y escribir país.

Fui invitada al programa de Albani y Ramón y durante la entrevista Ramón me preguntó si me iba a llevar algo de nuestros sabores en la maleta.

Me encantaría, le contesté.

Ramón se sonrojó, se puso algo nervioso y se disculpó: qué pregunta tan tonta acabo de hacerte.

Pensó que ese “me encantaría” estaba asociado a la escasez.

La realidad inmediata lo llevó allí.

Mi realidad me llevó a otro lugar: pensaba que de llevarme algo me gustaría llevarme quesos. Los quesos frescos son difíciles de transportar.

Toda la conversación de aquel programa giró en torno a la comida: lo que como en Madrid, lo que extraño de Venezuela en mi mesa, los lugares en los que suelo comprar alimentos, lo que nunca falta en mi nevera, lo que cocino.

La doble realidad hacía que un tema de fácil conversación, no lo fuera tanto.

Por un lado la situación del país.

Por el otro, mis maneras.

Soy compleja para comer, me aterra contar lo que como porque siento que decirlo me desnuda, mi nostalgia culinaria está más asociada a lo crudo y al paisaje que a los platos propiamente dichos, compro mis víveres por Internet, no sé qué es lo que no falta en mi nevera, sé que el queso nunca es suficiente y aunque sé cocinar, no suelo hacerlo.

Justamente por esto último di una receta que es ajena y propia.

Ajena porque es de Fran Abenante y propia porque Fran es buen amigo y un día la compartió conmigo para que escribiera un poema.

Un poema que regalé a Miro Popic, otro buen amigo.

Un poema que se titula como la receta misma: Vuelve a la vida.

Pensé en ese plato porque me lleva al mar que tanto extraño siempre.

Al mar mío. A mi salitre.

Y si un alimento te devuelve todo aquello que amas y que te queda lejos, es perfecto.

En la evocación está el secreto.

Materializar algo que no está a mano, traerlo de vuelta con otro vestido pero con toda su fuerza.

Llevarlo a la boca, hacerlo palabra.

2.

Los aeropuertos son terrarios.

Receptáculos en los que transitamos por vías acotadas.

Transparencia desde la que se nos observa.

Vivisección en movimiento y del movimiento.

Caminas y chocando antenas entregas un documento que te dice.

Dejas de ser para ser, tu identidad está en tela de juicio.

Ejercer de ti pasa por aceptar que lo ajeno te cuestione:

¿Es usted realmente usted? ¿Hacia dónde va / viene, cuánto tiempo, por qué?

¿Trae o lleva: dinero, antecedentes penales, enfermedades contagiosas, inquietudes pirotécnicas?

Ese escrutinio no es suficiente: hay que quitarse los zapatos, mostrar la palma de las manos, pasar por detectores, dejarse revisar.

El equipaje de mano atraviesa un túnel oscuro que radiografía su interior.

Así se da un strip-tease entre lo voluntario y lo impuesto, entre la resignación y la arbitrariedad, entre el acato y el fastidio.

Pero como es tránsito, todo acaba cuando la distancia que nos separa de la meta se reduce a cero, cuando pasamos una segunda inspección documental, cuando dejamos atrás el cartel en el que se lee “Nada que declarar” y alcanzamos la calle.

Como aquellas hormigas aladas que desechan un elemento del cuerpo porque ya no lo necesitan.

Sueltan las alas y rebasan los bordes del terrario para explorar la vida.

3.

¿Y qué pasa cuando miramos el carrusel dar vueltas sin encontrar lo que buscamos?

Las maletas saltan a una cinta que las exhibe.

La cinta traza un recorrido que cierra para volver a empezar.

Los pasajeros con la identidad ajada después de tanto manoseo, titubean en el reconocimiento de sus pertenencias.

Lo normal es la duda propia después de una insistente duda de otro.

Dan igual los lazos tricolores de las asas, el nombre propio escrito en tiza de colores y tipografía gigante sobre la lona, la rueda rota el último viaje, el color chillón o el estampado en estrellas.

El maletahabiente entrecierra los ojos enfocando la mirada hacia la boca que escupe bultos, se lleva la mano al mentón, siente que el cuello se le tensa, esa es, se dice, y da un paso hacia delante apartando a otros que como él esperan, ya va, se vuelve a decir, esos lazos azules se parecen a los míos pero son más claros, igual se agacha, saca la maleta de la cinta, valora el peso, le da vuelta, busca etiquetas, marcas personales, accidentes. Si acierta y solo viajó con una pieza, la pone en el piso y repite el gesto universal de quien alcanza la cumbre de una montaña: se lleva las manos a la cintura y mira al paisaje desde arriba con oronda satisfacción.

El paisaje es un valle de maletaespectantes que desean tocados por el reparto que otorga el tiempo.

No siempre se llega a la cumbre.

Puede que la cinta se llene de maletas de otros vuelos sin que lo que esperas aparezca.

La sensación vuelve a dar de lleno en la identidad.

Miras la pantalla, miras tu boarding pass, miras a los pasajeros que llegan con la adrenalina del recién aterrizado.

Los oídos se te llenan de chicharras y vuelves a contestar todas las preguntas que te hicieron en el aeropuerto de procedencia para convencerte de que tú eres tú y de que viajaste en un vuelo en el que chequeaste las dos piezas que no aparecen.

Con la certeza de que eres quien dices ser y ante el escándalo atronador de las chicharras desbordando tus tímpanos y comenzando a mojarte los huesos, haces una última comprobación: te autocacheas.

Palmoteas tu cuerpo no para buscar explosivos o sustancias ilegales sino para comprobar que estás vivo, que estás despierto, que eres material, que no es un sueño, ni un delirio, tú eres tú aunque tu maleta no esté.

Entonces te sientes como aquella vez que olvidaron recogerte a la salida del colegio: huérfano, sin nombre, sin circunstancias, sin suelo.

Y pasas a ser un maletadoliente.

4.

Volví a Venezuela en marzo y al regreso no coroné la cima de los que recuperan sus maletas.

Ya no llevo la cuenta del número de llamadas que he hecho al servicio de equipajes perdidos de Air Europa.

Sigo las instrucciones que me indica la voz grabada y mientras espero que me atienda una persona, escucho el hilo musical.

Suena una canción de Joni Mitchell que hace que este texto tome cuerpo: A case of you.

Me recreo en las acepciones de la palabra, case-casocase-caja.

Tengo un doble case. El caso de mi caja extraviada.

Escucho la canción y vuelvo a sonreír porque una tercera acepción aparece.

I could drink a case of you darling

Podría tomarme una caja de ti, cariño.

case, es un vacío lleno que se vacía.

Un vacío de cerveza, por ejemplo.

La cantante podría beberse una caja del ser amado.

Su esencia.

¿No es eso también la maleta?

Vacía, llena, vuelta a vaciar, la maleta viajera nos condensa.

¿Qué había dentro de su equipaje?, pregunta la voz.

¿Qué hay?, corrijo con una pregunta.

Hay tres semanas de viaje a mi país.

Hay toda la vida antes de esas tres semanas.

Libros sin leer, por ejemplo.

El autografiado que me regaló Leonardo Padrón, el que el maestro Ángel Hurtado le dedicó a mi amiga Maru, el último ejemplar que quedaba en la librería del Diario de Victoria de Stéfano, el poemario que reservé de Igor Barreto.

Libros leídos que llevé para trabajar.

Libros que Anita me dio para su amiga Maggie.

Los libros en germen y desarrollo que guardan mis libretas.

Mi acreditación de Filcar también guarda libros: los que escuché en presentaciones, los que vi en cada puesto, los que hablé con mis amigos y colegas.

Vuelvo a la pregunta del querido Ramón: ¿qué te llevas de comer en la maleta?

Repaso el lleno vacío de mi maleta en el limbo.

El pote de miel del Amazonas con hormigas limoneras que me regalaron Miro y Yolanda está en la maleta pero también en mi paladar porque la probé en un almuerzo en Recoveco con Héctor y Mayuya.

Los ajíes de mi hermano Juan Montemayor.

Y de nuevo se repite el equipaje invisible: los ajíes están conmigo antes, durante y después del viaje.

Respiro al volver al gusto por los quesos: cuatro cabras de Anaké vinieron conmigo en mi cartera junto a novela más reciente de mi querida Elisa Lerner.

A petición escribo una lista de todos mis enseres, de todo lo que soy.

Intento dar descripciones objetivas pero se me hace imposible.

Identifico los zapatos perdidos y recojo los pasos que di con ellos.

Los taconazos con los que me subí en un mototaxi para cruzar la ciudad y llegar a tiempo a Cacao para catar chocolates y para conversar sobre Cacao, Venezuela y literatura.

Las chanclas que pisaron las arenas y espinas de cactáceas de Cubagua cuando fui a buscar unas ruinas con Terra Gráfica.

Los de color rosa retador y punta afilada por los que Vasco me apoda punkie.

Los que Efrén llama duendes y que me calcé una noche de lluvia para amanecer trabajando en un libro de sal.

Y más cosas: una caja, chocolates de mi país, CD dedicados por Guillermo Carrasco, más hormigas (en una libreta artesanal, en dos prendedores, en una escultura).

Un nuevo strip-tease, una deconstrucción, un descomponerme en factores que tiene el mismo efecto del alimento en boca: me regresa a los días en Caracas, en Margarita, en Cubagua, a los sabores, a las lecturas.

El vacío está lleno y soy maletahabientemaletaespectante y maletadoliente a la vez y no he perdido nada porque todo está conmigo en las palabras de estas líneas, en la ola marina que revienta llenando el aire de yodo y rugidos, recordándome que lo que se escribe existe, lo que se dice permanece.

En la maleta, querido Ramón, me traje todos los sabores por los que preguntaste.

A case of you, a case of us, a case of Venezuela.


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