No saldremos de la tiranía sin una profunda revolución cultural que comprenda, de una vez y para siempre, que el socialismo es miseria, pobreza y muerte. Poco importa si en manos de Nicolás Maduro o de Leopoldo López, de Tareck el Aissami o de Henrique Capriles, de Henri Falcón o de Julio Borges, de Henry Ramos Allup o de Eduardo Fernández. Es hora de comprenderlo o nos hundiremos cada vez más en las honduras de nuestra propia estupidez. 

Parafraseando al inventor del llamado “socialismo científico”, Carlos Marx, bien podría afirmarse que desde la alborada de la libertad, en medio de las luminosas tinieblas gomecistas, un fantasma recorre a Venezuela: el fantasma del socialismo. Ha formado parte de la trilogía de palabras fetiches que han encandilado a las menesterosas mentes de nuestros intelectuales orgánicos: socialismo, revolución y democracia. Y de uno de los conceptos más venenosos y devastadores, pues ha enmascarado el mensaje subliminal del comunismo que ha avalado y sostenido su sobrevivencia: el de socialdemocracia. José Luis Rodríguez Zapatero y Lula da Silva son su perfecta expresión contemporánea.

Son las tres palabras fetiche a cuyo desvelamiento un gran pensador austriaco, Ludwig von Mises, dedicó un voluminoso estudio publicado en 1932, apenas a cuatro años de los hechos festivaleros que abrieran los portones de Venezuela al siglo XX. Me refiero a los carnavales estudiantiles de febrero de 1928. Europa ya había sucumbido al horror de la Primera Guerra Mundial, Alemania, a cuyo universo intelectual pertenecía Von Mises, estaba a punto de caer en los abismos del nacionalsocialismo –otra combinación semántica fetichista: nacional y socialismo– y Venezuela se asomaba tímidamente a los nuevos tiempos de la mano de dos militares discípulos y herederos del gendarme necesario: López Contreras y Medina Angarita.

Creo útil establecer las debidas correlaciones espacio temporales, para que se tenga conciencia del espanto diacrónico que signa nuestro subdesarrollo hasta el día de hoy, cuando en medio de un escalofriante progreso tecnológico que ya nos lleva más allá de nuestro sistema planetario nosotros, los venezolanos, seguimos chapoteando en los pantanos del castrocomunismo más bárbaro, palúdico y primitivo: Venezuela seguía pegada al caudillismo decimonónico, nuestra sociedad no terminaba de sacudirse los coletazos bolivarianos, sus academias continuaban retozando en las miasmas del Panteón Nacional y en las mentes más esclarecidas de la Generación del 28 la palabra socialismo tenía destellos diamantinos. Muy a pesar de que la Unión Soviética comenzaba a vivir las peores atrocidades del totalitarismo marxista leninista, el estalinismo montaba lo que sería mundialmente conocido como los Procesos de Moscú, el horror Bolshoi o los procesos espectáculos –toda la vieja guardia bolchevique sería encarcelada, torturada y asesinada por centenas de miles– y la Intelligentsia europea tomaría cabal conciencia del terror que iba indisolublemente asociada a la palabra “socialismo”. Sin por ello dar cuenta del horror que comportaba, como lo ha descrito con lujo de detalles el intelectual Jean-François Revel. 

No era causal de asombros: Marx había pateado la mesa de la filosofía idealista alemana y echado a pique las bases del liberalismo, logrando el milagro de fundir en una sola prenda del más alto valor los conceptos de libertad, democracia y revolución, convertida esta última en lo que Gramsci llamaría la “idea fuerza” del socialismo. Indisolublemente ligada a la ética, pues ser socialista y revolucionario era bueno, ser demócrata, a secas, mucho menos bueno y liberal y tolerante definitivamente malo. Fue la venturosa victoria de la guerra de las ideas: si del Rin al Oriente no ser socialista era un pecado mortal que acarreaba el riesgo de terminar fusilado en un campo de concentración y vivir la espantosa experiencia del “Archipiélago Gulag”, ya del Rin al Occidente no serlo era una rareza de colección: “Socialismo, tal es el santo y seña de nuestro tiempo. La idea socialista reina hoy día sobre los espíritus, las masas le son devotas, penetra el pensamiento y el sentimiento de todos, e imprime su estilo a nuestra época, que la historia denominará era del socialismo”Lo escribía en la más desoladora angustia el gran Ludwig von Mises, quien agregaba el debido colofón: “En ninguna parte halla el socialismo oposición a fondo. ¿Se encontraría un solo partido político influyente en nuestros días que deliberadamente se hiciese campeón de la propiedad individual, por lo que respecta a los medios de producción? En la época actual, la palabra ‘capitalismo’ ha tomado un sentido claramente peyorativo y aún los adversarios del socialismo no escapan al influjo de las ideas de este”. Si en Europa, corazón de la cultura occidental, nadie con dos dedos de frente se manifestaba en contra del socialismo y a favor del liberalismo, es de imaginar el estado en que se hallaba la conciencia de un país que retozaba en las polvorientas mazmorras caudillescas del siglo XIX.

La tragedia venezolana radica en que si por entonces el liberalismo sobrevivía en Europa, sobre todo en Inglaterra, disfrazado de socialismo, en Venezuela el socialismo había colmado todos los corazones, convirtiéndose en la marca de fábrica de la política, se había identificado con la democracia y lo cierto es que aún hoy por hoy, luego de sesenta años de tiranía castrista y veinte de deriva totalitaria chavista no existe prácticamente nadie en Venezuela que se atreva a proclamarse liberal. De Henry Ramos Allup a Henrique Capriles y de Julio Borges a Leopoldo López, todo político venezolano que se respete se proclama socialista, sin la más mínima consideración de lo que la palabra, la ideología y la trayectoria del socialismo implican. A la insólita y supina ignorancia que manifiestan nuestros socialistas por el concepto que hacen propio, se une una maldición aparentemente sin escapatorias: debajo de las bases de toda política, en Venezuela, se encuentra el petróleo. Debajo del petróleo el fetiche de su propiedad estatal. Debajo del fetiche estatal, el fetiche del colectivismo y el usufructo ciudadano e indiscriminado de las divisas que produce. Y debajo de esas divisas, el reparto del botín a través de las taquillas partidistas. Hacer política en Venezuela, trátese de Rafael Caldera o Hugo Chávez, de Rómulo Betancourt o Carlos Andrés Pérez, consiste en decidir del manejo de los ingresos petroleros. No de organizar al colectivo para producir riqueza, desarrollar el individualismo, propiciar el emprendimiento, favorecer, garantizar y proteger la propiedad privada, y usar el petróleo como palanca del desarrollo –el lúcido y brillante planteamiento de Rómulo Betancourt en su magna obra, Venezuela, política y petróleo– sino repartir desde el Estado los ingresos garantizados por la explotación petrolera. Nadie, en Venezuela, desde el más rico y poderoso empresario hasta el más zarrapastroso de los mendicantes que hacen cola frente a Miraflores para obtener una caja CLAP, está libre del influjo y la dependencia del poder fetichista, dadivoso y repartidor del Estado. Bienvenidos aquellos y aquellas que dando muestras de coraje cívico han osado enfrentarse al Behemot y proclamarse liberal. Se cuentan con los dedos de una mano. De ellas y ellos depende nuestro futuro.

De modo que la diferencia entre Nicolás Maduro y Leopoldo López, o entre Nicolás Maduro y Jaime Lusinchi, es meramente cuantitativa. Cualitativamente, todos ellos se proclaman socialistas. Asombra que en estos 208 años de vida republicana, solo haya sido Carlos Andrés Pérez el único gobernante que se atrevió, tímidamente, a tientas y cargando con el peso de su mala conciencia, a dar un giro en los viciosos hábitos socialistas, estatistas y estatólatras del país. Y que Miguel Rodríguez haya sido el primer ministro con la lucidez y el coraje suficiente como para implementar un cambio que, de haber encontrado el respaldo de una sana conciencia nacional, no solo nos evitaba esta colosal tragedia humanitaria, sino que nos hubiera puesto a la cabeza del desarrollo continental. Rafael Poleo me aseguró, no sin una muesca de desprecio, que CAP había cometido el monstruoso error de no comprender que para implementar el paquetazo hubiera tenido que seguir la huella del general Pinochet. Una falacia que nos trajo a sufrir de un pinochetazo al revés: una tiranía para ser más pobres, más miserables, más desvalidos y muertos de hambre.

El socialismo inoculado en el flujo sanguíneo de la sociedad venezolana no pudo tolerar un cambio tan profundo y benéfico como el que pretendía liderar el caudillo de Rubio. Las viejas aristocracias políticas socialistas, enquistadas en AD, Copei y el chiripero, en Fedecámaras y la Iglesia, en la Fuerza Armada y en las Academias, en los 911 abajo firmantes, en las gerencias y redacciones de los medios, en el Parlamento y los sindicatos decidieron condenarlo a muerte y abrirle los portones al socialismo más propio, más auténtico, más legítimo: el sanguinario del castrocomunismo militarista venezolano. Lo estamos pagando. No saldremos del régimen sin una profunda revolución cultural que comprenda, de una vez y para siempre, que el socialismo es miseria, pobreza y muerte. Poco importa si en manos de Diosdado Cabello o de Leopoldo López, de Tareck el Aissami o Henrique Capriles, de Henri Falcón, de Julio Borges o de Henry Ramos Allup. Es hora de comprenderlo o nos hundiremos cada vez más en las honduras de nuestra propia estupidez.


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