El proceso yace por los suelos, hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor y más salvaje de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar

La historiografía se ha encargado de estudiar, analizar, desentrañar las causas y consecuencias de las grandes revoluciones y llegar a conclusiones y balances difícilmente discutibles. Lo único cierto y verdadero es que todas ellas han fracasado en el logro y la realización de sus propósitos iniciales y, como lo afirmaran los padres de la primera revolución de Occidente, la francesa, puestos de acuerdo ambos extremos políticos de la misma, el girondino Pierre Victurnien Vergniaud y el jacobino Jorge Jacobo Danton, guillotinados por órdenes de Robespierre: «La revolución, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos». A todas ellas, que comenzaran prometiendo el cielo y terminaran desatando el infierno, les cabe el juicio sumario con el que Carlos Franqui sentenciara al último coletazo marxista,  la Revolución cubana, por la que se jugó su vida en la Sierra Maestra: “Es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba. [2]

No se abusa de su acierto si se lo aplica a todas las revoluciones que tuvieran lugar desde la Revolución francesa hasta el presente. Han sido fracasos de trágicas consecuencias. Lo mismo se deduce de la copiosa bibliografía dedicada a Hitler y el Tercer Reich, de la que reivindico por su brevedad y profundidad analítica las Anotaciones sobre Hitler de Sebastian Haffner. [3] Así como la también copiosa bibliografía que merecieran la Revolución de Octubre y la revolución china. Lo único cierto de todas ellas al día de hoy es que, salvo la de Hitler, las revoluciones de Lenin, Mao, Kim Il Sun y Fidel Castro aún languidecen en una tenaz agonía, sea negándose a dejar la escena, ya convertidas en fantasmas hamletianos como la cubana; sea metamorfoseadas en algo difícilmente vinculable a sus orígenes utópicos y mesiánicos, como la rusa o la china. Sea como fuere, continúan pesando en el imaginario, inciden en el curso del proceso histórico vital y actúan desde el inconsciente colectivo de nuestra cultura. Llegaron para quedarse y nos legan, en herencia, problemas irresueltos. Si la revolución china ha logrado sobrevivir metamorfoseada en el más salvaje de los capitalismos de Estado, la soviética continúa ejerciendo su nefasto influjo desde los subterráneos del Kremlin y el reinado del último discípulo de Stalin, Vladimir Putin.

La única revolución nacida por efecto del impacto de la Revolución francesa y los efectos de la revolución norteamericana, que jamás fuera verdaderamente cuestionada por la posteridad, que triunfara en toda la línea y continúa determinando el curso de todo un subcontinente; que se resiste al más mínimo cuestionamiento, es la revolución independentista suramericana. Nadie se ha planteado la pregunta acerca de lo que pudo haber devenido de la América española si no se hubiera independizado de España o hubiese sido derrotada. Lo que parecía un hecho después de la derrota de Bolívar en Puerto Cabello, la capitulación de Miranda ante Monteverde, la expulsión del liderazgo insurreccional de territorio venezolano en julio de 1812 y el regreso de Fernando VII al trono de España. Una revolución que nació en defensa del secuestrado soberano, llamado por ello el “Deseado” y pudo finalmente imponerse ante la crisis terminal e irreparable provocada por la infinita mediocridad del liderazgo real. En una suerte de teoría carlyleana invertida, como lo insinúa el historiador inglés Max Hastings respecto de la Primera Guerra Mundial,  las crisis terminales parecen deberse a la ausencia de grandes hombres. Son, en esencia, crisis de liderazgos. ¿Alguien lo duda en el caso de Venezuela?

Nadie ha osado tampoco imaginarse qué hubiera sido de las colonias si en lugar de trenzarse en una carnicería de muy cuestionables resultados, se hubieran acomodado a los cambios que la corona, acéfala y apuntando a una obligada liberalización acorralada por las guerras napoleónicas, intentara efectuar a través de las Cortes de Cádiz al borde del cataclismo que sufriera luego del secuestro de Fernando VII y la concatenación de declaraciones de las provincias americanas en su respaldo, que al cabo de los días y ante la debacle manifiesta de la corona dieran paso a las declaraciones de Independencia, comenzando por la de la provincia de Venezuela el 5 de Julio de 1811 y terminando con la expulsión de las tropas españolas por Bolívar y Sucre luego de Junín y Ayacucho.

Los intereses de las oligarquías criollas que se apropiaran violentamente del poder en toda la región, sumidas en las vorágines desatadas por sus feroces apetencias de poder, y consumidas, si no devastadas por sus propios enfrentamientos internos, supieron sumar fuerzas para legitimar sus repúblicas y legitimarse ellas mismas. Consumidas en las guerras intestinas, el caos y la desintegración desapareció la capacidad del autoanálisis y las debidas correcciones, procediendo a mistificar sus propias orígenes. Es el motivo primordial del que el historiador Germán Carrera Damas definiera como “el culto a Bolívar”. Bolívar, sin ninguna duda el caudillo primordial del vasto proceso que culminara con la expulsión de la corona y el establecimiento de las repúblicas, se vio obligado, no obstante, a hacer el balance de sus más de veinte años de guerra al frente de las tropas independentistas y la imposición por él al mando de sus tropas de la Independencia en cinco repúblicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Que no fueran antecedidas, oportuno es recordarlo, de la debida maduración sociopolítica de las condiciones indispensables para hacerlas sustentables. Voluntarismo de la más cruda especie, pues en rigor no obedecieron a un proceso social generalizado y emancipador.

La conclusión extraída por Bolívar, ya a punto de ser arrebatado por la tuberculosis y morir en la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, en diciembre de 1830, fue trágica y desoladora. Tanto, que sus idólatras apenas la mencionan, si bien constituye un documento de extraordinaria importancia. Se trata de Una visión de la América Española, que ha permanecido al margen del conocimiento del gran público, así esté a la vista de todos, como la carta de Edgar Allan Poe. Se duda incluso de su autenticidad y autoría. Sobre todo en Venezuela, que necesitada urgentemente de alguna narrativa fundacional y mitológica que le diera forma y consistencia a su permanente estado de disolución, elevara su figura a las alturas de un inmaculado e inmarcesible culto legendario. Convertido en semidiós. Reinando sobre el panteón de lares y penates de la primera religión política del continente. Su religión comenzó a doce años de su muerte, con el traslado de sus restos a Caracas por orden del general José Antonio Páez durante su segundo gobierno, el 28 de octubre de 1842. Hasta ser elevado al Panteón Nacional por el dictador Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio Guzmán, 34 años después, el 28 de octubre de 1876. Cumpliéndose a la letra sus temores de ver su nombre y su prestigio ultrajados por quienes lo convirtieran en instrumento de sus sórdidos propósitos, sus restos serían profanados por quien se considerara su más legítimo heredero, Hugo Chávez. En un gansteril ritual de macumba y brujería, de santería y primitivismo afrocubano televisado en vivo y en directo por sus últimos adoradores, el 16 de julio de 2010, sus restos manoseados volverían a su interrumpido descanso. Su maldición caería impecable sobre sus profanadores: al poco tiempo moriría una primera camada de bolivarianos de la primera hora, como el mismo Hugo Chávez, Willian Lara, Luis Tascón, Alberto Müller Rojas, Clodosbaldo Russián y Robert Serra. De quienes observaron la violación de sus restos sobreviven la ex fiscal general de la República, hoy en el exilio, Luisa Ortega Díaz, y el tercer factótum del régimen, tras Maduro y Diosdado Cabello, Tareck el Aissami. El proceso yace hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar.

CONTINÚA.

[1] Iniciamos una serie de recapitulaciones sobre la vida de Bolívar. Serán publicadas en la web de El Nacional en días sucesivos.

[2] Carlos Franqui, Cuba, la Revolución: ¿Mito o realidad? Memorias de un fantasma socialista. Península, Barcelona, 2006, Pág.417.

[3] Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutemberg, 2002.


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