Hay quienes al referirse a Lenin y su carnal Stalin aluden al primero como el buen revolucionario y al segundo como el malo. Todos ellos tienen el cuidado de omitir la famosa anécdota que más de un colaborador del primero repetía y según la cual el gran ideólogo del proyecto comunista ruso llegó a decir, sin matices, que “mientras se escucha música de Beethoven, a uno le entran ganas de acariciar la cabeza de los hombres, de todos los hombres; pero los tiempos no están para eso y es necesario cortar unas cuantas de ellas”.

No es casualidad que el filósofo y ensayista alemán Rüdiger Safranski, autor del libro que lleva por título el mismo de nuestro artículo de hoy, inicie dicha obra así: “No hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad”. Así, quienes ahora luchan denodadamente por liberar a nuestro país del ignominioso régimen que pretende ahogar todas nuestras libertades han de tener lo anterior muy en cuenta. De allí la necesidad de conocer y ahondar en el tema del mal para insuflarnos la energía que nuestros corazones y ánimos exigen para acometer la esforzada lucha.

En tal sentido y siguiendo a Safranski, lo primero a tener en consideración es que el hombre es un ser blando, razón por la cual las instituciones son la corteza y la coraza que le dan sostén y le protegen. Lo anterior es producto del simple hecho de que la angustia de la vida empuja al hombre fuera del centro. Lamentablemente, las instituciones corren tanto riesgo como el hombre mismo y se destruyen con gran rapidez. Cuando lo último ocurre, esto es, cuando se produce la crisis, el hombre vuelve a notar el sentido de la institución. De ahí que se defienda las instituciones de la sociedad moderna al igual que san Agustín abogaba por la Iglesia (La ciudad de Dios).

Lo otro que hay que tener muy presente es que el poder siempre quiere más poder. Él solo perdura en el crecimiento, en la acumulación, lo cual se alcanza a través de la usurpación y el avasallamiento. Es en ese punto donde se hace presente el apetito desmedido del líder. Al este compararse con los demás surge la necesidad de distinguirse: “Yo soy en tanto me distingo”. Es sencillamente una cuestión de rango. El hombre solo disfruta a fondo lo que le hace resaltar frente a los demás. Y de esa exigencia de diferencia (thymos, según Platón) surge el gran atentado contra el contrato social: el querer ser “Señor”. Es allí precisamente cuando se abre el espacio a la guerra como padre de todas las cosas.

Para Kant la guerra es la incitación a todo tipo de delitos, pues en ella encuentra el crimen su coyuntura propicia. Además, en ella soportan los mayores sufrimientos y cargas aquellos que solo han sido las figuras de ajedrez en el juego de las fuerzas de los poderosos. Mas Kant ve una luz al final del túnel:

“El espíritu comercial no puede coexistir con la guerra, y tarde o temprano se apodera de cada pueblo. Y porque, entre todos los poderes sometidos al poder del Estado, el del dinero aspira con toda seguridad a ser el más fiable, en consecuencia los Estados (…) se ven forzados a fomentar la noble paz (véase La paz perpetua)”.

La implicancia de lo anterior es obvia: lo que la competencia representa en lo económico, corresponde en lo político a la división de poderes. La evidencia histórica está frente a nosotros: son muchos los países en los que el socialismo ha sido una especie de rodeo hacia el capitalismo.

Teóricamente, sin embargo, el tema del mal se interna por vericuetos morales y filosóficos de diferentes densidades, transformándose en problema ontológico o metafísico. Pero la realidad histórica se encargará de hacernos resaltar su presencia real y humana a través de lo demoníaco. Goethe dejó constancia de haber observado casos de este tipo en el campo político (Napoleón) y escribe:

“No siempre son los hombres más distinguidos, ni por espíritu ni por talento (…) Pero de su interior emana una fuerza enorme, y ejercen una fuerza increíble sobre todas las criaturas (…) Todas las fuerzas morales unidas no pueden nada contra ella; en vano la parte más lúcida de la humanidad quiere hacer sospechosos a tales hombres como engañados o como embaucadores; la masa se siente atraída por ellos”.

En ese sentido, Hitler y Stalin fueron poderes demoníacos que rompieron con todo el universo moral de su tiempo. Y en ese mismo camino avanza el liderazgo de la revolución venezolana, aniquilando por distintos medios (físicos y morales) a millones de compatriotas. Los venezolanos hoy son zombis que caminan, marcados por la flacura, el desánimo y la humillación, en busca de un pedazo de pan, la medicina indispensable, el dinero necesario pero cada vez más difícil de conseguir o –cuando menos– el estímulo esencial para mantenerse en pie ante este país que está en ruinas. A pesar de la terrible tragedia, una convicción esperanzadora los marca: mañana será otro día.

Inexorablemente el tiempo se encargará de poner cada cosa en su lugar y esta dictadura no será la excepción.


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