En el caso de Nicolás Maduro, el TSJ en el exilio ha considerado que existe una causa probable de corrupción y legitimación de capitales, por lo que solicitó a la Asamblea Nacional su autorización constitucional para proceder a su enjuiciamiento, medida que fue aprobada por la AN. No cabe duda que, independientemente de la motivación de quienes han adoptado ese dictamen, el enjuiciamiento de un jefe de Estado, con su consiguiente suspensión en el ejercicio del cargo, es una decisión delicada, que obviamente tiene implicaciones políticas; pero también las tiene el mirar para otro lado y no combatir la corrupción, o el tomar represalias en contra de quienes la denuncian. Y, por supuesto, también tiene implicaciones políticas que, al ignorar la decisión que le suspende en el ejercicio de su cargo como presidente de la República, Nicolás Maduro se haya convertido en un usurpador del poder.

Cuesta imaginar circunstancias históricas en que un grupo de personas inescrupulosas, pisoteando la Constitución que ellos mismos redactaron, haya tomado el poder para entregarlo a una potencia extranjera y enajenar las riquezas nacionales; no hay registro de un gobernante que haya viajado más veces a recibir instrucciones de un líder foráneo. No obstante, paradójicamente, Tarek William Saab, nombrado como fiscal general por un ente que no tiene existencia constitucional y que carece de competencia para nombrar a ninguna autoridad del Estado, acusa a los magistrados del TSJ como “usurpadores” y “traidores a la patria”. Hay que tener mucho cinismo para no mencionar que esos magistrados fueron debidamente designados por la Asamblea Nacional, que es el órgano competente para ello. Si el nombramiento de esos magistrados puede producir alguna duda, el de Tarek William Saab no genera ninguna, pues ese es nulo, de nulidad absoluta.

Podrá discutirse si quien recurrió al TSJ presentando pruebas para enjuiciar a Nicolás Maduro era la persona designada como fiscal general de la República por el órgano previsto en la Constitución y, en caso afirmativo, si esa persona aún estaba en el ejercicio de sus funciones al momento de presentar su acusación. Podrá discutirse si los magistrados del TSJ, designados por el órgano previsto en la Constitución, pueden constituirse como tribunal y sesionar fuera de las fronteras nacionales. Igualmente, puede discutirse la legitimidad del nombramiento de quienes se atribuyen la condición de magistrados del TSJ y despachan desde su sede en Caracas, obedeciendo instrucciones dictadas por el ocupante del Palacio de Miraflores. Pero lo que rompe todos los patrones es la feroz persecución emprendida en contra de los magistrados del TSJ en el exilio. No es frecuente que, precisamente quienes tienen la misión de hacer cumplir la ley, sean objeto de persecución y deban marcharse a tierras lejanas, como ha ocurrido con los magistrados del TSJ, que sólo han querido servir a su país desde los cargos para los que han sido legítimamente elegidos, discutiendo y decidiendo, desde el exterior, asuntos del mayor interés público que aquí se quieren ocultar bajo la alfombra.

Nada de esto ocurre en un país normal, que se ajuste a las reglas del juego de la democracia, y que haga posible el funcionamiento ordenado de las instituciones del Estado. Pero, al menos por ahora, Venezuela ni es una democracia ni es un país normal. En ningún país civilizado hubieran tenido a uno de esos magistrados esposado y encerrado en un baño, por el sencillo delito de haber sido designado como tal. En ninguna sociedad democrática la policía política allanaría las viviendas y las oficinas de esos magistrados, ni acosaría a sus familiares. Pero, en Venezuela, es una actividad peligrosa aceptar un cargo público si no se tiene el carnet de la patria.


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