La semana pasada falleció el maestro José Antonio Abreu, sin duda uno de los venezolanos más trascendentes de nuestro último medio siglo.  Habiendo colgado los hábitos como economista, fue el creador de una obra muy importante, desarrollada a lo largo de varias décadas, hecha a punta de  paciencia, sudor, no sé si también algo de lágrimas, además de su labia de gran negociador.

Este hombre amable y de una fe a prueba de bala, fundó en 1975 la Orquesta Nacional Juvenil de Venezuela y el Sistema Nacional de Orquestas Sinfónicas Juveniles, Infantiles y Preinfantiles de Venezuela. Un proyecto que, según lo concibió, “aspiraba a aplicar la música al desarrollo del hombre”, y fue iniciado con las uñas a partir de una orquesta integrada por 11 jóvenes ejecutantes que, una vez a la semana, se reunían a ensayar en el Ateneo de Caracas. Así comenzó lo que con el paso de los días se fue dejando ver como una revolución en la enseñanza de la música, con un marcado propósito de inclusión social, aunado con la pretensión de que fuera parte intrínseca del sistema educativo. El resultado ha sido una obra que, desde el punto de vista de su alcance y relevancia, cuenta muy pocos equivalentes en esta época, además de ser  muy reconocida afuera, y hasta calcada en muchos países, lo cual ha ayudado para que se le considere profeta en su tierra.

Con semejante morral a cuestas tuvo la sabiduría y habilidad requeridas para surfear a lo largo de varios gobiernos, lo que generó muchas polémicas, particularmente agrias en los últimos años, años de polarización extrema, pero a fin de cuentas logró el objetivo de mantener la iniciativa al margen de los vaivenes propios de un país que cuenta con el grave defecto de tener mucho más gobierno que Estado, debilidad que se ha exacerbado sobremanera a lo largo de las dos últimas décadas. 

El maestro Abreu tuvo una vida provechosa hasta su último suspiro, a poquito de cumplir los 80 años de edad. A lo largo de ella consiguió en grado muy importante desmitificar y democratizar la música clásica y dejar, se dice rápido, alrededor de 1 millón de jóvenes de todos los sectores sociales tocando a Mozart o a Vivaldi en quien sabe  cuántas orquestas, sin tener que desdecirse de su ADN caribeño y salsero.

Harina de otro costal

En un reciente episodio, cuyos detalles me ahorro, pues ya han sido ampliamente divulgados en los últimos días, Facebook y la empresa Cambridge Analytica se han visto envueltas en el uso  indebido de los datos personales de cerca de 50 millones de personas, utilizados para armar perfiles psicológicos de los votantes estadounidenses y diseñar una estrategia digital electoral que, se presume, tuvo gran relevancia en el triunfo del candidato Donald Trump en los comicios celebrados en  2016.

En este contexto, la amenaza a la democracia proveniente de las redes sociales se ha empezado a denunciar con insistencia, no solo, por cierto, en el mundo académico. Si podrá coexistir la democracia con Internet es una pregunta que cobra mucha pertinencia a raíz de este y otros episodios electorales recientes. Una pregunta, por cierto, que no nos resulta, para nada, ajena a los venezolanos y de la que, parece, nos hacemos los desentendidos.


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