La salida de Maduro y su caterva de ladrones y asesinos del poder es irreversible. Sus tantas y variadas tropelías contra los ciudadanos y sus derechos; contra la nación y sus riquezas y contra la dignidad del pueblo, no han de quedar impunes. El país, a través de su decisión y voluntad  de cambiar al régimen que nos destruye, le está cobrando con creces a los malos gobernantes de la era chavomadurista todos sus costosos errores y perversas omisiones. Este pase de factura, expresado firmemente por la mayoría de los ciudadanos a través de distintas y variadas formas, le pondrá fin a una era de escandalosa e impune corrupción, despotismo, arbitrariedades, violaciones a la Constitución, envilecimiento de personas y de las instituciones públicas, sistemático y artero engaño a la población  y  la más profunda ineficiencia operativa del Estado que registra la historia moderna de Venezuela. Es un régimen que no tiene futuro ni posibilidad de enmienda, su máximo exponente no es confiable y es objeto del escarnio y desprecio de la mayoría de la población, al extremo que hasta su entorno íntimo lo traiciona. Es un mandatario improvisado e ilegal, debe irse, no tiene alternativa a la que optar que no sea la de matar y destruir a mansalva. Debe irse ya, pues el tiempo no transcurre a su favor, es el causante y receptor del profundo y arraigado descontento contra su régimen; el país no lo soporta hoy, menos lo hará en lo adelante, por tanto, se debe acelerar su salida.

En realidad, son los cambios que demanda la concepción moderna de la relación Estado-Sociedad civil, los que conducirán a sellar el final del espurio mandato de un individuo cuyo tiempo histórico terminó, que carece de poder -porque el poder depende de la legitimidad para ejercerlo y del respeto que le manifiesten sus conciudadanos-, que se identifica y representa el pasado, y, por ello mismo, no se le percibe como el líder que pueda conducir al país en el presente y mucho menos hacia el futuro; es un usurpador que, sin el menor atisbo de humanidad, juega con las vidas y emociones de la gente y que se ha constituido en una pesadilla viviente, un estorbo para todos, particularmente para los jóvenes. Estos, al igual que el resto de la población, reclaman legitimidad, símbolos y esperanzas y por ello le exigen a Maduro que se vaya ya del gobierno, que no continúe siendo un obstáculo para encontrar soluciones democráticas y racionales para los males y vicisitudes que, por su culpa, experimenta la nación.

La agobiante continuidad de errores y omisiones en la definición y conducción de las políticas públicas y el asociado despilfarro de los recursos de la nación, el afán de desnaturalizar y desconocer las tradiciones democráticas de los venezolanos; han generado  un ámbito de riesgos que ha puesto en peligro la supervivencia y la viabilidad del país. Por causa de su misma realidad, el gobierno y su jefe han perdido progresivamente capacidad de mando e influencia y el país siente que se impone la necesidad de establecer una forma de gobierno y una cosmovisión de país, distintas a las actuales, para aproximarse a la solución de los problemas que nos aquejan. Se trata, claro está, de la aparición de una generación que se ha formado en la modernidad del pensamiento, cuyas emociones y recuerdos no proceden de las experiencias de la Revolución cubana y mucho menos del entusiasmo por acompañar una ideología que ha demostrado fehacientemente su ineficiencia e incapacidad para generar el bienestar colectivo. Esta generación encarna el enfrentamiento del país democrático contra el caduco y perverso bloque gobernante. Esta alternativa generacional es muy importante pues influye determinantemente en el ánimo, las esperanzas y en el cambio de actitud de un conglomerado humano que se ha formado en otras condiciones. De gente que ha vivido una realidad en la que había oferta de trabajo y bienes de consumo, defensa contra la disgregación del país, que tenía la certeza de poseer una identidad propia y disfrutaba de la existencia de gobiernos cuya duración y coherencia institucional parecían confirmar la presencia de una sociedad tranquila y en progreso. Por otra parte, los líderes emergentes le transmiten al país la sensación de que ellos representan la mejor opción para la recuperación de la autoestima nacional tras la pérdida de soberanía por la irritante y descarada entrega de recursos e institucionalidad a intereses foráneos; las pérdidas de oportunidades y puestos de trabajo; la quiebra de los servicios sociales; la marginación; la falta de estímulos al emprendimiento individual; la proletarización de la sociedad civil y la aberrante división de los venezolanos entre patriotas y traidores. Estos jóvenes convocan a todos los venezolanos a recuperar el país, a reinventar la nación y diseñar nuestro propio destino. Esta convocatoria se fundamenta en el establecimiento de una nueva relación entre el Estado y la sociedad que garantice una amplia coalición social y la vigencia de una verdadera comunidad de ciudadanos seguros de sus proyectos de futuro.

Los planteamientos y hoja de ruta trazados por la disidencia emergente gozan del más amplio respaldo de la ciudadanía y de la comunidad internacional; vivimos el tiempo y el escenario político apropiados para que concretemos el anhelado cambio político; y también existe en el talante del colectivo de nuestro país, una decidida actitud de sustituir definitivamente al autoritarismo actual por una sociedad cuyos fundamentos primordiales, entre otros, sean los valores democráticos, la inclusión, el respeto a los derechos humanos, una eficiente y transparente administración del Estado y un compromiso firme e irreductible de reconstruir al país que alguna vez tuvimos.


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