Fue Marx quien escribió en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, parafraseando a Hegel, su maestro, que la historia se cumple como tragedia, pero se repite como una farsa. Encontraba en las figuras del 18 Brumario las caricaturas de montañeses y girondinos, disfrazados con los mismos uniformes y los mismos oropeles pero en medio del vacío moral e intelectual de quienes ya eran parte de una sátira. El tren de la historia había pasado de largo. La comedia era el peor castigo y el mayor ultraje a los farsantes que creían vivir los gloriosos tiempos del asalto a la Bastilla y la coronación del joven, talentoso y osado corso que vendría a cambiar el curso de la historia.

Vladimir Putin no es Nikita Kruschev y Nicolás Maduro no es Fidel Castro. Y tampoco Donald Trump es John F. Kennedy. Ni un par de aviones pueden equipararse a una base de lanzamiento de misiles con ojivas nucleares que causara aquella terrible crisis de los misiles a comienzos de los sesenta. Nikita, Fidel y Kennedy, los grandes protagonistas de la Guerra Fría, están muertos. Alemania está reunificada. La Guerra Fría yace enterrada en los archiveros de la historia. Y el terror ante una eventual conflagración atómica pertenece al desván de las pesadillas y la filmografía histórica. La Unión Soviética desapareció de la faz del planeta sin que Ronald Reagan disparara un cohetón. Y la contrapotencia mundial de Estados Unidos se ha convertido en una caricatura del imperio inaugurado por Vladimir Ilych Ulianov, Lenín. Hoy, el terror lo ejercen las bandas de islamitas malagradecidos que también pasan de la tragedia a la farsa: del asalto a las Torres Gemelas al asalto de centros comerciales alemanes para atentar contra inofensivos e iluminados arbolitos de Navidad. La Hégira la conforman unos zarrapastrosos y miserables árabes llegados en balsas. El mundo ha perdido grandeza: Kennedy es Trump; Kruschev es Putin, Castro es Maduro. De la tragedia a la farsa.

Por cierto: ese par de aviones pueden comprarlo cuando lo deseen Raúl Gorrín o el Tuerto Andrade, Sarría, Diosdado Cabello, Tareck el Aissami o Rafael Ramírez. Para ir a pasar una noche de copas a París acompañados de la farándula televisiva. Son una triste y patética metáfora del pandillismo que aqueja al Estado venezolano. Metáfora a la que se presta Putin, otro voraz pandillero a la caza del reino de las mil y una noches, que persigue con avidez. Pues detrás del Tonton Macoute que satiriza a Hugo Chávez, y a una sátira de Fidel Castro que satirizaba a su vez de Simón Bolívar, están las fastuosas reservas de petróleo, oro, diamantes, coltán, uranio y otros minerales descubiertos o por descubrir, dignos de un filme del tercer tipo. Sobre los que estamos pasando hambre por nuestra triste y miserable condición de tarugos. Y entendámoslo, así nos duela: nadie, de Oriente o de Occidente, va a sacrificar una guerra para defender un prostíbulo en ruinas.

No es una revolución ni será una guerra: es una pataleta de ahogados. Si hubiera una pizca de verdad tras la presencia bochornosa de esas naves de guerra en tierras venezolanas, ya estaríamos sufriendo las consecuencias. Yo veo un carnaval de humo y traficantes de humaredas: para distraer del estrepitoso fracaso electoral, del bochorno mundial causado por el Tuerto Andrade, del hambre y la desnutrición terrorífica que nos conduce a las Navidades más tristes y dolorosas de nuestra historia, la única guerra capaz de librar el tragicómico esperpento que nos desgobierna.

Para llevar a cabo en plenitud la misión con la que Putin satisface el ego del tirano de papel, debieran llevar esos imponentes aviones a la Plaza Venezuela y permitirles el acceso a los niños del desamparo. Ya que sus padres no pueden comprarles juguetes de guerra, que por lo menos jueguen por unos minutos con unos aviones de verdad.


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