Un poco más de un siglo ha transcurrido entre la llegada del capital angloholandés y luego el norteamericano a nuestras tierras, para dedicarse a la explotación de nuestro petróleo, que con sobrada anticipación había identificado su existencia, construyendo toda una amplia información sobre las posibles áreas por explorar.

Ampliar su aprovisionamiento energético fue una clara decisión del imperio inglés, su flota necesitaba de un recurso superior al carbón, la creciente pugnacidad política en el escenario europeo lo exigía, la competencia por el liderazgo continental e incluso universal lo imponía.

Cerrando el siglo XIX y comenzando el siglo XX, el emergente y poderoso Estados Unidos de Norteamérica, concluía el desalojo de los restos del imperio español en el continente, poniendo a raya además la presencia colonial, decisión que se realiza durante los sucesos de la intervención europea en Venezuela en 1902, producto de sus deudas.

Sin embargo, al interior del país y del Estado, la conducción política de Cipriano Castro estorbaba la inversión extranjera, lo cual condujo a una relación conspirativa de la oposición, que aun siendo derrotada militarmente no pudo ser superada políticamente, y así quedaron presentes los intereses externos en el devenir venezolano.

Sustituido Castro en 1908, por su compadre y segundo al mando de la nación, Juan Vicente Gómez, la presencia del capital petrolero internacional, particularmente el estadounidense, tuvo todas las facilidades que necesitaba para su inversión y desarrollo; en consecuencia se creó una relación de reciprocidad en la defensa del gomecismo convertido en el nuevo poder nacional.

Hoy, siglo XXI, en sus primeras décadas 2010-2020, un nuevo poder externo, el de China, ha aparecido en nuestra república, con la cartera bien provista de divisas fuertes (dólares y euros), dispuesto a invertir y adquirir beneficios permanentes de nuestra riqueza, de igual forma como lo han realizado otros.

Y en el presente, de igual manera como se denunció en el pasado, debemos marcar con claridad el deber del Ejecutivo de ser transparente en la conducción de las relaciones económico-políticas, seriamente basadas en la experiencia acumulada, porque no importa con quien hacemos negocios, siempre que ellos sean beneficiosos a la república.

No debemos ni podemos admitir el secretismo en la dirección de las negociaciones entre el Estado y las empresas nacionales e internacionales, sea cual sea su origen, nuestra comunidad debe conocer las condiciones y opinar sobre ellas, apoyando o negando su realización.

Generalmente, de la mano de los negocios va siempre la corrupción y cuando son realizados por el Estado, con mayor frecuencia; por lo que reducir su efecto y participación descansa en el conocido control social, que nunca existió durante los años de la inversión en los tiempos del gomecismo, y que de igual forma tampoco existe en los años que van del madurismo.


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