Toda una categoría que se ha engrandecido con la crisis. Las vemos en todos los sitios y en todas las circunstancias. Madres que cuidan a sus hijos, pero madres que también los pierden. Madres que lideran las marchas de protesta, pero madres que también terminan gaseadas hasta llorar sus penas. Madres que llevan la voz cantante, capaces de pararse frente a los guardias represores para espetarles las agrias sentencias que merecen. Madres que preparan las jornadas con viandas y bebidas hidratantes. Madres con un rictus severo, porque bajo todo análisis sienten que la vida de hoy es una desgracia. Madres que, pese a todo, ven a los soldados como vástagos o hijos descarriados. Madres que no imaginan a las madres de los que reprimen, porque entre ellas siempre podría haber un acuerdo. Madres que no admiten la destrucción de ningún tipo, porque en ellas Natura obra para crear vida y hacerla perdurable. Madres que nunca imaginaron tal nivel de inquina, de descarrío, de sinsentido. Madres que llevan el sufrimiento por dentro, en las vísceras, porque hacia fuera deben mostrar reciedumbre. Madres que viven en extrema alerta, porque en las calles la vida se acaba, mientras ellas viven para replicarla. Madres que lloran cuando la gente llora, que se enlutan cuando la gente se enluta, que mueren cuando la gente muere.

Son como las columnas que todo lo llevan, que todo lo soportan. Son las que más arriesgan, hasta el colmo de perder a los hijos. Se alarman ante la irracionalidad que impera, ante la insensibilidad, ante el desconcierto. Algo les dice que estos son tiempos malsanos, incomprensibles, que deben superarse. Despliegan una hidalguía admirable cuando se plantan hieráticas ante los guardias más insensibles, enrostrándoles lo que no quieren oír. Se saben dueñas de unas palabras, de una verdad, que nadie burla. Se han vuelto guerreras sin saberlo, quizás amazonas, aunque no al punto de quemarse un seno, como lo imaginaba Mallarmé en su memorable poema. Son transversales, porque penetran la materia hasta sus últimos rescoldos. Son trascendentes, porque adivinan un futuro que se esculpe con dolor y pérdida. Son esencialmente femeninas, ajenas al procerato que tanto daño nos ha hecho y que hoy pervive en sus formas más siniestras.

Si el porvenir tiene algún rostro, este será el de las mujeres con sentido matricial: las que generan vida después de tanta muerte histórica, las que anteponen la fertilidad ante tanto derramamiento de sangre. Cuando hablan, cuando reclaman, no hay quien no las oiga. Responden a un mandato ancestral, que es el de la preservación de la especie, en nuestro caso la de este pequeño género humano que se debate por hallar paz y concordia. La extrañeza son las matanzas, el rencor, el odio, el sadismo con el que se castiga a simples manifestantes: impulsos foráneos, implantados, que no corresponden a una tradición que, al menos desde el siglo XX, ha ido conquistando la paz y la convivencia. Están allí, en las calles, para dar cuenta del abuso, del atropello, del escándalo que significa sembrar la confrontación entre venezolanos, justificar las pérdidas, convertir al semejante en adversario. Las armas de la nación matando a los pobladores de la nación. ¿Qué juego siniestro nos ha traído hasta estos abismos? ¿A nombre de qué verdad o credo se puede justificar la muerte de los más jóvenes?

Frente a la demencia, las madres; también frente a la insania. Están allí para traer cordura adonde solo hay impulsos animales; permanecen allí para detener la sangre que debería estar alimentando vidas y no corriendo ciega por las calles. Un puntual quejido de alarma, un grito para tumbar los muros de la opresión, un alarido cavernoso para medir el tamaño de la insensatez.


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