Como parte de uno de los coletazos del escándalo Odebrecht, Luiz Inácio Lula Da Silva, mejor conocido como Lula, uno de los presidentes más populares y carismáticos que ha habido en el continente, se encuentra en prisión. Como acertadamente observa Mario Vargas Llosa, Lula no está preso por las cosas buenas que hizo, sino por las malas. No está preso por haber sacado de la miseria a millones de brasileños, ni por haber reconciliado a los distintos sectores sociales de su país; tampoco está preso por el dinero que recibió de Hugo Chávez (procedente de las arcas venezolanas) para su primera campaña presidencial. Está preso por haberse dejado tentar por la corrupción y porque, luego de haberse confirmado su condena judicial, el juez Sergio Moro decidió que ya debía ingresar en prisión. Pero Lula no es el único que ha caído por este escándalo de corrupción, ni tampoco será el último.

En una investigación que salpica incluso al actual presidente de Brasil, Michel Temer, antes que a Lula, ya habían metido en la cárcel a uno de sus más estrechos colaboradores, José Dirceu, y a otros de sus ex ministros. El ex presidente del Perú, Ollanta Humala, al igual que Jorge Glas, ex vicepresidente de Ecuador, también se encuentran presos. Pedro Pablo Kuczynski, investigado por el mismo asunto, debió renunciar a la presidencia del Perú. En la vecina Colombia, además de varios ex ministros y un ex candidato presidencial, ni el actual presidente de la República, Juan Manuel Santos, se ha librado de las investigaciones por presuntos sobornos de Odebrecht. Lo mismo se puede decir de Argentina o Panamá. Pero, en Venezuela, donde se pagaron miles de millones de dólares por obras públicas que quedaron inconclusas, incluyendo el segundo puente sobre el lago de Maracaibo, varias líneas de Metro, metrocables, un nuevo puente sobre el río Orinoco, una central hidrológica y la modernización del aeropuerto de Maiquetía, no pasa nada. ¡Nada de nada! No importa que se señale a Venezuela como el segundo país en recibir más sobornos de Odebrecht.

A pesar de tanta palabrería y tanto “hombre nuevo”, a diferencia de Brasil, aquí no contamos con un juez o fiscal independiente, con el coraje necesario para enfrentar a la camarilla de corruptos criollos. El compromiso revolucionario de nuestros jueces y fiscales sólo les permite inclinarse ante la voz del amo, escogiendo con pinzas a aquellos granujas o simples opositores que se les indica desde Miraflores; pero no tienen el valor de combatir la corrupción, porque saben los nombres que se ocultan detrás de ella.

No obstante ser el primer señalado por las acusaciones de soborno, con la desfachatez que le caracteriza, Nicolás Maduro manifestó que le daba todo su apoyo al Ministerio Público y al Poder Judicial para que se investigara el caso Odebrecht. Pero, siendo precisamente el hijo de Chávez quien tendría que comenzar por dar explicaciones, no hay quién se atreva a ponerle el cascabel al gato.

En democracia, todos estamos sometidos a la ley, y todos tenemos derecho a ser tratados como iguales ante la ley; pero ésta no es una democracia, y estamos muy lejos de aquellos tiempos en que ni el fiscal general de la República ni la Corte Suprema de Justicia eran simples marionetas en manos de un titiritero. Hoy, Escovar Salom no tendría por dónde comenzar y, en perspectiva, lo de Carlos Andrés Pérez es una trivialidad comparada con lo que aquí está planteado.

El caso Odebrecht ha conmovido a todo el continente y es, sin duda, el mayor escándalo de corrupción en la historia de Venezuela. Sin embargo, quien se presenta ante el país como el fiscal general de República no parece haberse enterado. Aquí no habrá moral pública, pero en el Ministerio Público y en el Poder Judicial hay cinismo y cara dura en abundancia.


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