Tristeza nao tem fim, felicidade sim” decía la hermosa canción de Vinicius de Moraes y Tom Jobim, que sirviera de banda sonora a ese bello filme del cineasta francés Marcel Camus, Orfeo Negro.  La tristeza es infinita. La felicidad, efímera. No solo un canto de amor de la pareja de compositores más exitosa de la historia musical brasileña, sino una verdad que daría para escribir tratados y tratados de filosofía moral, ética y política. Y que se encuentra en las bases del existencialismo: la vida es, en esencia, una tristeza, la inexorable e incesante deriva hacia la muerte. Una verdad lacerante a la que arriban todos los seres humanos y de la que podemos dar prueba quienes vivimos durante cuarenta años casi que en la absoluta inconsciencia, la desbordante felicidad de todo un ciclo de nuestra atribulada historia, hasta el despertar más amargo,  engañoso y terrible de nuestra existencia: la madrugada del 4 de febrero de 1992. Cuando el canto de las sirenas del horror, el espanto y la traición embrujara a todo un pueblo condenado por los dioses a sufrir durante largos e interminables años las consecuencias de su inconcebible estupidez. Para vivir uno de los períodos de sufrimiento y tristeza más trágicos de nuestra historia. Tristeza nao tem fin, felicidade sim. La estupidez es, como el universo, infinita, decía Einstein, parafraseado por Antonio Carlos y Vinicius. El poeta y diplomático autor de esa maravillosa letra lo sabía: vivió un tórrido aunque breve romance nada más y nada menos que con la deslumbrante Ava Gardner, cuando bien podía ser considerada la mujer más hermosa de la tierra. Con razón le oí afirmar, acompañado de Soledad, Chico Buarque y Marieta Severo, en casa de Tom Jobim y Anita, su joven mujer, mientras celebrábamos un cumpleaños del fabuloso compositor de “La chica de Ipanema”: “La vida es el arte del encuentro”.

Lo cuento conmovido por la noticia de la muerte de Lucho Gatica, que reaparecía súbitamente en mi vida, a sus noventa años, dándome la triste noticia de su muerte después de más de medio siglo de vida en ausencia. Fue mi primera pasión musical. Yo, un fan tan fervoroso como lo fuera toda mi generación, que no me perdía un programa de media tarde llamado La hora de Lucho Gatica. “Contigo en la distancia”, “Reloj”, “Las muchachas de la Plaza España”, “Tú mi delirio”, “Nosotros” y así, viejos y nuevos boleros versionados con el acompañamiento, primero del cantante boliviano Raúl Shaw Moreno y su trío Los Peregrinos y más tarde, ya internacionalizado y grabando en Londres, siempre bajo el sello EMI, junto con la orquesta del pianista británico Roberto Inglés, que terminaría afincándose en Chile. Hijo de una familia proleta y numerosa en la que todos, desde mis padres a la menor de los siete hermanos cantaba, obviamente yo lo hacía imitando los melismas y fraseos del ídolo nacido en Rancagua, a una centena de kilómetros al sur de Santiago. Todos queríamos ser como Lucho Gatica.

Lo escuché por primera vez cuando se asomara a la vida musical chilena con un modesto acompañamiento de guitarras, hermano menor de un afamado cantante de tonadas y cuecas chilenas, Arturo Gatica, siendo yo un adolescente, estudiante de secundaria, cantando un bolero que lo sacó del anonimato para convertirlo, de la noche a la mañana, en el cantante más popular y aclamado de la sociedad chilena. Lo hizo cantando con su voz melodiosa, más bien íntima y recatada, el que según me entero era el bolero más famoso de la historia de la música popular nicaragüense: “Sinceridad”. “Ven a mi vida, con amor, que no pienso nunca en nadie más que en tí. Yo te lo juro por mi honor, te adoraré…” 

Después de esa promesa anónima e incumplible, no descendió jamás del pedestal en el que lo situara la fama. Fue, luego del gran pianista Claudio Arrau, uno de los más grandes intérpretes de Beethoven, y la poetisa Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura, el chileno más popular y famoso de la historia. Pronto se instaló en México, centro musical del continente hispanoparlante, y se casó con una famosísima actriz de cine de origen puertorriqueño, Mapita Cortez. Era la primera figura de la que los chilenos podíamos sentirnos orgullosos, cuando la globalización aún no se apoderaba del planeta. Guardando todas las distancias, repetía las glorias de Carlos Gardel, el primer cantante y artista latinoamericano de fama mundial.

Hubo luego otros chilenos que adquirieron fama universal, pero arrastrados por la desgracia, no por la bienaventuranza. Fuera de Neruda, el otro premio Nobel, inolvidable por otro canto de amor de palabras mayores, el “Poema 20”: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…” o ese maravilloso poemario de amor llamado “Los versos del capitán” o el asombroso canto de amor a Machu Pichu –el famoso que conmoviera a la humanidad y se convirtiera en símbolo y tragedia, sería el médico socialista chileno Salvador Allende. Pero ese ya es otro cantar. Pues la política nos hace tanto más felices, mientras menos aparece y se manifiesta públicamente; mientras se produce, actúa y se ejecuta en la trastienda de las plazas públicas,  en los espacios especialmente dedicados a ella: en las alfombradas y discretas sedes de los partidos,  en los sindicatos, los parlamentos, los despachos ministeriales, las cancillerías. Como en Suiza o en los países nórdicos. Basta que irrumpa en los titulares de los medios y comience a devorarse la atención de las mayorías apoderándose de las plazas públicas para concluir que la felicidad se acerca al temido diagnóstico de Vinicius de Moraes.

Pues luego de toda una vida he llegado a la conclusión de que basta con que la política, esa monstruosa boa constrictor aparentemente dormida, abra los ojos y comience a reclamar la atención de los inadvertidos ciudadanos que bailan al son de un bolero de Lucho Gatica o una guaracha de Celia Cruz, gozando casi inconscientemente de la inmensa felicidad que ello les depara mientras la res publica de los romanos, nuestra cosa pública, se desenvuelve en total y transparente normalidad, para regresar a los infiernos del pasado. Las artes suelen hacernos felices, así sea imaginaria, ilusoriamente. Es el don de la belleza. La política nos revuelca en la sórdida sobrevivencia de nuestro infortunio. La maldición de Job. No hay caso: tristeza nao tem fim, felicidade sim.

          


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