No me alineo por lo general con posiciones determinantes. No me importa reconocer que las dudas de los demás son razonables y que las decisiones que tomen aunque no coincidan con las mías, no  las consideraré una traición.

Respeto el juicio de los demás e incluso sus errores cuando los cometen de buena fe y sin arrogancia. No me gusta atropellar ni ser atropellado. Prefiero la disidencia a la homogeneidad. Lamento que en estos tiempos de la Venezuela maltratada muchas personas se enfrenten cuando al final tienen una causa común, un mismo objetivo, por ejemplo, darle fin al peor gobierno de la historia del país.

Ver a la oposición dividida en esta coyuntura, ante esta simulación electoral que se avecina, es realmente un desatino. Para la comunidad internacional, democrática, es difícil comprender cómo no se logró una estrategia unitaria, en cualquiera de las direcciones, en bloque. ¿Por qué no se hizo un esfuerzo mayor en ese sentido? Una cosa es reconocer la trampa y otra la táctica para confrontarla. En ese sentido había opciones y herramientas para la lucha conjunta.

En días pasados recordaba a mi abuela Carmen y su afición por la lucha libre. Tenía pasión y no se despegaba de la pantalla de televisión para ver a los luchadores de la época, era fanática del Santo y detestaba al Dragón Chino. Siempre decía que el árbitro  era un tramposo. No pasé mucho tiempo para descubrir que todo era una patraña, que las luchas eran montajes de un espectáculo. Nunca me atreví a decirle a la abuela que era un montaje y que quienes luchaban  eran amigos y entrenaban en el mismo gimnasio, que si mal no recuerdo quedaba en la avenida Urdaneta. Me confesó alguna vez que a veces quería que el malvado dragón le arrancara la máscara al Santo solo para ver quién era.

Al igual que ese recuerdo pasajero, de alguna manera los venezolanos entendemos que detrás del próximo evento electoral no hay transparencia, pero los que decidan participar, quizás, solo esperan tener la oportunidad de desenmascarar al contrincante.


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