Como dijo certeramente el escritor Guillermo Cabrera Infante en su magistral novela Tres tristes tigres, esa monumental y maravillosa parodia acerca de la tenebrosa revolución cubana. “¡Alicia en el país de las malas villas!”… “malicia en el país de las mil villas”… “Molicie en el país de las milicias”. “Milicos en el país de los mil vicios”… Venezuela se ha convertido en un remedo, de quinta, de esa inmensa ergástula caribeña donde los artistas e intelectuales y escritores que osan disentir de la lengua oficial implantada por el partido comunista cubano son apaleados y sometidos al escarnio público por tan solo manifestar su desacuerdo con el diktat de la dinastía castrista.

Históricamente ha sido así a lo largo del devenir de la humanidad; disentir en una revolución es un delito y quien comete el delito de disentir es tratado por el Estado como un enfermo mental y es sometido a procesos de psiquiatrización y medicalización para corregir sus conductas psicopatológicas.

Toda revolución, especialmente las que se asumen socialistas, tratan a sus opositores como personas anormales susceptibles de ser conductivamente corregidas mediante largos y complicados procesos de internación. Lo sabemos con sobrada información argumentativa por los estudios abundantemente historiografiados por Michel Foucault en su Historia de la locura en la época clásica y también por sus enjundiosos trabajos recogidos en su arqueológica investigación sobre el nacimiento de la prisión, titulada: Vigilar y castigar. Los sistemas totalitarios reafirman su lógica de dominación mediante la triangulación de la hegemonía institucional Escuela/Hospital/Cárcel para garantizar su reproducibilidad tanto ampliada como microfìsica y/o molecular.

Es harto conocida por la humanidad el trágico caso del novelista cubano Guillermo Cabrera Infante, quien firmaba sus reseñas críticas en periódicos como Lunes de Revolución con el seudónimo de CAÍN, acróstico de su apellido. Cabrera Infante debió pagar muy caro su digna postura de escritor e intelectual insumiso, herético, heterodoxo e irreverente cuando la dictadura dinástica comenzaba a mostrar sus hórridos y pestilentes colmillos de bestia antropófaga y liberticida. Es obvio de toda obviedad que las revoluciones se ensañan ferozmente contra los espíritus libérrimos, autónomos y celosos de su capacidad autogestionaria.

Que un escritor piense y actúe bajo los criterios e intuiciones de su propia individualidad y subjetividad es, por lo menos, inadmisible en un gobierno revolucionario. ¡Claro! La especificidad individual, la singularidad subjetiva del sujeto ciudadano, es irremediablemente subsumida por el Estado; el propósito socio-político de todo régimen totalitario es asfixiar las pulsiones autonomistas de los individuos tratando de triturar y engullir toda especificidad antropológica.

Uno de los nichos espirituales más difíciles de conquistar y colonizar por parte del Estado es precisamente el coto del lenguaje. Es, justamente, en los topos linguisticus; ese interregno rebelde del espíritu, donde la racionalidad estatocrática totalitaria se afana más en reabsorber al individuo para doblegarlo y domeñarlo por medio de la logocracia de la neolengua compulsiva de la revolución. El escritor sabe asaz bien que su lugar es el mundo alterno de la imaginación y que su irreductible deber es transmutar los datos reales de lo empíricamente registrable por sus sentidos para extraer del cambiante barro de lo real objetivado las posibles claves gramaticales de un discurso que fundaría, eventualmente, otro mundo, otra razón, otra verdad, otros horizontes donde poner a navegar su nave de la ficción.

La lengua literaria de Cabrera Infante es renuente a los dictámenes del lenguaje del poder autocrático que es de suyo un lenguaje militar represivo, que consagra el despotismo jerárquico piramidal propio de la moral acuartelaría. Todo lenguaje estatal es por antonomasia un lenguaje literal que detesta el humor y odia la metáfora como expresiones de la explicitación discursiva. La lengua del poder presume su “legalidad” en la seriedad militar que atemoriza e induce el miedo somatizando la moral de esclavo que es la moral de la obediencia.


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