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“Es una lástima que no estés conmigo» (Mario Benedetti)

Hay vicios difíciles de abandonar definitivamente como el tabaco o el alcohol. Si uno no toma la decisión buena en el momento oportuno nadie va a rescatarle de las horas oscuras ni la esclavitud que supone estar enganchado. Sin embargo, hay fumadores y bebedores que se encuentran cómodos en ese estado de dependencia.

Existe otra categoría de esclavitud a la que la gente últimamente llama adicción. Digamos por ejemplo, “Juan es alcohólico”. Ante semejante afirmación uno entiende que este señor tiene un problema con el alcohol de difícil tratamiento y daños irreparables. Pues bien, hoy por hoy, la gente diría que Juan es adicto a las bebidas espirituosas y que, en principio, se muestra poco capaz de sobreponerse a la ansiedad enfermiza que le lleva a tomar otro trago asegurando que ese será el último de la mañana. Por la tarde las cosas pintarán igual o parecido y en su discurso el individuo en cuestión cambiaría la frase final por esta otra “el último de la tarde”. La sociedad moderna tiende a cambiar el nombre de las cosas –sobre todo de las cosas negativas– pretendiendo así volverlas menos malas. Una parte irresponsable de las generaciones más jóvenes habla de adicciones ligeras. La impresión de dependencia del “adicto” aparece suavizada, como si uno fuese un esclavo voluntario. 

Bueno, he cogido el caso del alcoholismo, pero en realidad estoy pensando en la locura de los usuarios de los teléfonos móviles. Ayer cuando salía de casa por la mañana temprano me crucé con muchos esclavos. Las calles amanecían con individuos guiados por luces azules como GPS personales. Ver a tantos adictos asustaría a cualquiera. El terror que produce es mayor en la calle al aproximarse a los semáforos, ya que este es el momento ideal para que los autómatas metan la mano en sus bolsillos y contemplen pasmados su dispositivo electrónico. El teléfono celular se ha vuelto imprescindible para mucha gente. Este juguete ha usurpado el lugar del reloj de las generaciones anteriores. Los adolescentes no llevan relojes de pulsera porque prefieren consultar su smartphone. Y es que hemos volcado todo nuestro equipaje en este tamagotchi. La navaja suiza multiusos de ayer es el smartphone de hoy. Mientras aquella maravilla incorporaba al cuchillo elemental otras aplicaciones como tijeras, cortauñas, sacacorchos y destornillador; este aparato del siglo XXI incluye un paquete de artículos básicos: cámara fotográfica, video, correo, radio, calendario, reloj, alarma, grabadora de voz, cronómetro, calculadora, conexión a Internet, juegos y, claro, el teléfono autónomo y suelto, sin cable.

Todo parecen ventajas. Qué bueno estar al tanto de las noticias, qué bueno hacerse un selfie con los famosos. El smartphone o teléfono celular ha traído la paz y el bienestar a la sociedad moderna.

Sin embargo, no todo es maravilloso. En los institutos el uso de los teléfonos móviles trae muchos problemas. Solo por citar alguno: ciberacoso, sexting, grabaciones no autorizadas, acceso a espacios de contenido violento y videos. Los profesores de los institutos se enfrentan casi a diario con los alumnos enganchados a sus celulares. Un teléfono inteligente puede emplearse para copiar en los exámenes, distraerse o interrumpir al profesor, entre otras cosas (“La prohibición silenciosa de los móviles en los colegios españoles”, Ana Torres Menárguez. El País, 16.06.2018)

Un dispositivo electrónico de gran utilidad se ha convertido en una especie de arma peligrosa. Y lo que es peor, la forma de vida de la gente –niños, adolescentes y adultos– ha cambiado. Hoy la gente permite que una llamada trastoque su jornada. Todo el mundo acepta la interrupción de su rutina por una simple llamada telefónica, un aviso de WhatsApp o un mensaje. Y esto no está bien. Me viene ahora a la cabeza aquella fotografía viral de la visita cultural de un grupo de estudiantes a un museo de Amsterdam –Rijksmuseum–. En la misma sala se encontraron La Ronda nocturna de Rembrandt y, aparentemente, el desinterés de los chavales por el arte. Pensando bien, la imagen de los chicos implica la búsqueda de más información sobre el cuadro o el artista. Pensando mal, a los estudiantes no les interesa el arte, la cultura ni nada que no esté relacionado con un video o su realidad personal más inmediata. Si creemos la primera de las hipótesis, no hay nada que objetar. No obstante, si se tratase de la segunda hipótesis, creo que no podríamos estar peor.

No podemos consentirlo. Tenemos que luchar contra la pasividad de los meros espectadores. Tenemos que rebelarnos contra la esclavitud de los siervos.


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