No entro a calificar los sucesos ocurridos en la avenida Bolívar de Caracas el pasado 4 de agosto, porque sobre tan delicado hecho no contamos con las pruebas arrojadas por una experticia seria, objetiva, realizada por una verdadera comisión de la verdad, que nos permita entrar de lleno en el hecho mismo, en su razón, o no, de ser, sus motivaciones y sus consecuencias, que es lo que solemos intentar quienes de semana en semana dedicamos parte de nuestro tiempo a analizar los hechos en sus contextos sus significados reales.

En materias tan movedizas como esta, en la que aparece como centro absoluto de la atención algo tan grave como el magnicidio, hecho por cierto banalizado por el abuso propagandístico de su figura en los gobiernos dictatoriales y en modo particular en los gobiernos comunistas, pisar tierra firme y compacta, alejarse de arenales movedizos, siempre tan peligrosos, redoblar la prudencia, dejar a un lado nuestras propias motivaciones y sentimientos, es una obligación y un tributo necesario a la búsqueda de la verdad.

Por eso no puedo hablar de “intento de magnicidio en grado de frustración”, como lo calificó el inconstitucional TSJ. No puedo afirmar ni negar que se trató de un atentado perpetrado contra Maduro, sin tener en las manos pruebas irrefutables producidas y verificadas todas las veces que fuesen necesarias, hasta saberlas auténticas y creíbles, producidas por una verdadera comisión de la verdad, como lo están exigiendo organismos internacionales y lo reclama la justicia. No puedo aceptar como buenas y sin pruebas ciertas las afirmaciones del presidente Maduro, ni las formuladas por sectores radicales de la oposición, por el mismo motivo.

Pero lo que sí puedo hacer en el ejercicio de mi liberad de opinión es preguntar y plantearme las razones de mis muy profundas dudas sobre lo ocurrido, y las razones que me asisten están vinculadas al hecho de ver, con mucha angustia, que cada día estamos más cerca de esa hora terrible marcada por el totalitarismo que viven los pueblos oprimidos por regímenes comunistas. Veo que cada día que pasa, la aniquilante realidad del Estado represor toma el cuerpo social de una Venezuela que, a pesar de su rechazo y su rabia hacia esas formas de gobierno, se muestra impotente ante tan perversa circunstancia, hecho que, de no cargar nuestra voluntad con una resistencia organizada y constructiva que nos ayude a recuperar la fe perdida, empleando la razón y la unidad de esfuerzos, nos dejaría en estado de indefensión y a merced de las garras de un régimen que utiliza la mentira, el abuso de poder y las razones de Estado “para perseguir, reprimir y degradar al oponente, segregar al indeseable, y sentenciarlo mucho antes de celebrarle un juicio”. (Mibelis Acevedo dixit y yo también.)

Porque lo que nadie puede negar es que si hay un régimen que no escatima esfuerzos para demostrar su carácter dictatorial, que no mide los abusos para violar la Constitución, que decidió ponerse el disfraz de la mentira revolucionaria, dejando de lado todo escrúpulo a la hora de acosar, perseguir a la disidencia con la intención de exterminarla, ha sido este.

Los ejemplos que ilustran su arbitrario comportamiento son tantos que sobrepasan la capacidad de la memoria. A vuelo de pájaro comencemos con Franklin Brito, un venezolano que luchó hasta su muerte con la ley en la mano defendiendo su propiedad, que llegó incluso a la mutilación de uno de sus dedos en señal de protesta, obteniendo como única respuesta el desprecio soez que un régimen arbitrario le puede dar a un ciudadano en el reclamo de sus derechos. A Franklin Brito se lo llevó la muerte en ese intento, pero su gesto quedó en la memoria ciudadana como un dedo acusador de la injusticia y el abuso de poder.

Hablamos de la misma sevicia que sufren desde hace años la juez Afiuni, el general Baduel, Iván Simonovis, Leopoldo López, Antonio Ledezma, Lorent Saleh, cuyas trágicas historias todos conocemos, la misma que se ensañó contra Villca Fernández, Goicoechea, Vecchio, Guevara, Capriles, Arria, la misma que tiene bajo amenaza a María Corina Machado, y todos aquellos venezolanos cuyos nombres desconocemos, tanto en la vida civil como en la militar, que han sido amenazados por haber ejercido su derecho a la protesta y el régimen los ha metido en una lista que no dejará de crecer, porque con seguridad las protestas no dejarán de existir en un pueblo ya cansado de tanto abuso y porque, como es rutinario en los regímenes estalinistas, siempre inventarán los expedientes necesarios para acusar sin pruebas y “enjuiciar” antes de la celebración de un juicio a todos aquellos líderes que, por el grueso y la veracidad de sus denuncias, se hagan insoportables a la vista del régimen. como Julio Borges y Juan Requesens, acusados y sentenciados por el presidente Maduro sin que una investigación independiente, objetiva, profesional, conducida por una verdadera comisión de la verdad, levantara las pruebas necesarias para llevarlo ante un tribunal.

Coincido plenamente en la opinión general en calificar como degradante, arbitrario, sin fundamentos o pruebas que lo justifiquen, tanto el trato físico, como el verbal que desde las más altas esferas se ha utilizado para degradarlos. Como bien lo expresara en un artículo publicado en El Universal Daniel Asuaje: “Un trato que pone al desnudo el carácter cruel de un régimen que ha venido perfeccionando su maldad”. Y dando esto por cierto me pregunto: ¿alguien en su sano juicio podía poner en duda que Juan Requesens sería encontrado culpable de todos los delitos que sin prueba alguna han vociferado en su contra los máximos representantes de un gobierno por naturaleza arbitrario y represor, como el que actualmente destruye a Venezuela? ¿Alguien con los ojos y los oídos en su sitio podía poner en duda la actuación de la Fiscalía en este caso, que el mismo gobierno –como es su costumbre– se ha encargado de hacer tan oscuro como la noche más negra, para imputarle a Juan Requesens la cadena de acusaciones formuladas y la correspondiente decisión de un TSJ al servicio permanente del régimen declarándolo culpable? Honestamente, creo que ni siquiera los amigos más fanatizados del régimen lo creen, lo que me da pie para pensar que todos los presos políticos de este régimen mantienen vivo su dedo acusador. Son presos que acusan y reclaman justicia.


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