En la política suele hablarse mucho en términos de ideologías; que si derechas, izquierdas, conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas y así hacia el infinito. Pero si Venezuela puede probar algo es que, sin importar las denominaciones, un ñángara y un yuppie pueden tener sus manos preparando el mismo guiso. O, en su defecto, cada quien pareciese buscar su trozo del erario público bajo la bandera, el eslogan o el color partidista que se lo permita. En tal sentido, incluso en un país que se cae a pedazos, hay una hambruna perversa por posesionarse del coroto, no para hacer la diferencia, sino para hablar de cuotas y sectarismos.

Evidentemente, a pesar de lo dicho en el párrafo anterior, sé que esas perversiones voraces no son de todos que se involucran en la política venezolana. Pero, lamentablemente, sí son de muchos o, por lo menos, de una cantidad suficiente para sentir la tentación de querer condenar a cada uno por igual. Esta realidad nos enseña que en las entrañas de la nación hay un mal que, en contubernio con el totalitarismo oprobioso y a la partidocracia ociosa, se nos muestra insidioso y silente: la tramoya, la repartición de cambures o, como se le dice formalmente, la corrupción.

En este país no solo son los desposeídos, que a duras penas reciben sobras, los que se mueren por las prebendas del Estado. También una cantidad considerable de la clase política se muere por ello, con la diferencia, por supuesto, de que estos, en su finura, no saquean a un abasto o a un local comercial, sino a la totalidad de las riquezas de la nación. Esa es la única manera en que estos individuos pueden aproximarse a la clase de éxito material reservada para los que sí trabajan y sí se sacrifican en nombre del logro.

Casos en Venezuela sobre este asunto no nos hacen falta. Recordemos la destrucción indiscriminada del Arco Minero del Orinoco, el desfalco de Petróleos de Venezuela, la quiebra de la Siderúrgica del Orinoco y así con cuanta cosa ha sido propiedad del otrora Estado venezolano. El patrón es siempre el mismo: no hay productividad, no hay interés alguno en agrandar las riquezas de la nación y, por ende, lo que nos va quedando es un país en el deshuesadero.

En este orden de ideas podemos denotar la falta tanto de civismo como de patriotismo por parte de los líderes en los últimos 20 años, desde Hugo Chávez Frías hasta presuntos opositores, por cuanto no ha habido en este tiempo un autentica visión de país (un proyecto que explane cómo poner a Venezuela en el sendero del desarrollo). Lo que sí ha habido es el concepto del país como botín, como un pedazo de tierra, ahí, sobre la cual uno se lucra estando en el cargo correcto, mientras que se disfraza a tal pragmatismo delincuencial con los barnices de las ideologías políticas.

Por ello, la verdadera y auténtica religión de muchos de estos “líderes” es el negocio desde el más mínimo ápice de poder político. Con esto no quiere eximirse la perversidad que representa el modo de pensar socialista, pues lo suyo es la multiplicación de la miseria y el exterminio de la riqueza, pero sobre lo que sí se quiere alertar es de esos camaleones malevolentes que ayer habrán podido llamarse socialdemocracia, hoy se llaman socialismo del siglo XXI y que mañana adoptarán el nombre que les dé acceso a la fiesta del hurto y el desfalco.

La única manera cómo podemos detener esta borrachera de corrupción, esta parranda de los sinvergüenzas, es con una nueva visión de país que se encargue de la resolución de nuestros problemas endémicos: el paternalismo estatal, el estatismo exacerbado y la planificación central de la economía. Antes de hablar de puestos, ministerios o presidencias, sobre lo que debemos hablar es sobre cómo hacer patria. Por mi parte, la respuesta a tal interrogante es sencilla. Cortemos el chorro que ha dado pie a todo esto en un principio y soltemos de una buena vez por todas la manzana envenenada: la gestión total de nuestras vidas por parte del Estado.

Ya hemos comprobado que el Estado que nos “provee” es el mismo que nos desfalca, nos roba y nos abusa. Si nuestro pan de cada día depende de él, entonces nos subordinamos a una situación de que quien nos da es el mismo que nos puede quitar. De ahí es que proviene la tan rampante corrupción, ¿cómo podría ser lo contrario cuando toda la riqueza de un país está bajo las manos de un manojo de funcionarios? ¿Cómo podemos esperar algo diferente si los líderes del futuro ven eso como su único ejemplo?

El círculo vicioso debe terminar. Es probable que en la nueva Venezuela nunca podremos eliminar por completo la corrupción ni la visión vulgar del servicio público como un medio de aprovechamiento personal, pero sí podríamos reducirlas sustancialmente recordando a las lágrimas derramadas por un país devenido en cenizas por el descaro de tantos.

Ese día, estoy seguro que nuestra tolerancia hacia el robo, venga de dónde venga, será cero. Ese día, por fin, haremos las cosas bien y, tal cual reflejo de nuestras propias almas, veremos una Venezuela dirigida por estadistas y no por oportunistas.


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