Una república solo se construye partiendo de la fidelidad a unos principios básicos, que se mantienen a través del tiempo y solo admiten modificación cuando deben atender las conminaciones de un tiempo determinado, es decir, cuando se deben acoplar a los reclamos de una época sin perder la esencia de su orientación. Si uno se pone a rastrear esos principios debe mirar hacia la antigüedad para llegar, por ejemplo,  a las reflexiones célebres que se dieron en la segunda mitad del siglo XX en universidades como Oxford y Cambridge, un periplo del cual se deduce cómo la fábrica solo se puede mantener a través del seguimiento de unos valores cardinales sin cuya existencia desaparece la libertad, es decir, el bien mayor que se persigue gracias al establecimiento de regímenes equilibrados y civilizados cuyo fin último no es otro que la erradicación del autoritarismo, la muerte de César.

El ejemplo de Maquiavelo resulta aquí fundamental, y no se escoge al azar. Los desvelos del autor de El Príncipe encuentran origen y meta  en el estudio de la Historia de Roma escrita por Tito Livio, cuya lectura no abandona desde la juventud y a la cual acude en su lecho de muerte para justificar sus afanes de secretario florentino. No solo se detiene en sus páginas cuando encuentra oportunidad, sino que también escribe sobre ellas unos Discorsi  a través de los cuales demuestra su sagacidad y su profundidad como historiador, uno de los más sólidos del Renacimiento italiano. Gracias a su lectura conoce las alocuciones de Cicerón, que utiliza a menudo, y se interna en el conocimiento de clásicos como Plutarco y Tácito que le permiten un lúcido examen de las vicisitudes  de su tiempo tras el objeto de llegar a una sola meta: la creación de una república en Florencia y, por añadidura, la unidad de Italia frente a las invasiones extranjeras.

Cuando los políticos no tienen principios, o se burlan de ellos, o los cambian en la feria de sus necesidades, no falta quien los compare con Maquiavelo, o quienes digan que solo siguen el ejemplo del  creador de la teoría política moderna que se olvidó de los elementos fundamentales de la moral tradicional, desarrollada en la época de oro de Roma y enriquecida por el cristianismo, para enseñarle a los tiranos cómo serlo de veras y cómo mantenerse en las alturas aconsejados por un amanuense diligente, influyente, servicial  y bien remunerado. Esos mismos políticos, campeones de la maroma y libres del fastidio de las lecturas bien hechas y cabalmente aprovechadas, acuden a citas fragmentarias del autor, o a algunas anécdotas inconexas, para exhibirse como los oportunos discípulos que rompen las barreras de la decencia y de la dignidad para hacer buenas las enseñanzas del maestro que, como portavoz de unas prácticas deslumbrantes y capaces de cambiar el entendimiento de los negocios públicos a escala universal, llegó a la cima por echar los escrúpulos al tarro de la basura para ser la primera estatua de los genios de la política juzgada como asunto de supervivencia y de viveza. Maquiavelo es justamente lo contrario, como se desprende de una revisión cuidadosa de sus escritos, pero también de su paso decoroso y de poco respaldo material en un tiempo dominado por señorones ambiciosos, por Papas soberbios y deshonestos, por soldados despiadados que no lograron que cambiara su meta de fundar repúblicas en un continente que las había convertido en cadáveres adornados de mármol.

No pretenden estas líneas el encomio de Maquiavelo, que ha tenido revisiones extraordinarias en los últimos tiempos, a través de las cuales ha aumentado su estatura de  teórico de los hábitos republicanos, sino la crítica de los políticos venezolanos que, haciéndose pasar por señores de la praxis contemporánea y por sagaces pescadores de la mejor oportunidad para el retorno de la democracia, trepan en el primer árbol que les ofrece la oportunidad de levantar cabeza, en esta ocasión un patético arbusto electoral. La restauración de una república no solo depende de mirar hacia sus fuentes  cristalinas, sino también de descubrir a los profetas vacíos que hoy la proponen mientras son comparsas del César de turno.


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