La necesidad de recordar, en algunos, forma parte de una exigencia diaria. Se vuelve un hábito que, al igual que respirar, se impone. Los días pesan y pasan a formar parte de un recordatorio triste y doloroso.

Llegan recuerdos de nuevas fechas trágicas y lacerantes. Comienzan a integrarse a tu cotidianidad y aunque trates de evitar ese número, esa fecha en el calendario ya es parte de tu vida.

La víctima de violación de derechos humanos empieza un proceso complejo y, a veces, hasta aterrador para tratar de reconocerse como víctima.

El miedo a ser lo que te han hecho creer es una puñalada a tu integridad, por eso es tan importante hablar, contar y narrar. Por muy doloroso que sea, te libera y te hace sentir inocente.

Te permite encontrarte con la verdad, no esa que es impuesta desde las cadenas nacionales por parte de los altos jerarcas del poder.

Recientemente en Caracas, en el desarrollo de una actividad enmarcada en hacer visible las denuncias de las violaciones y atropellos de los últimos meses, observo a un señor que mira con tristeza, como diría Rubén Blades en su tema “Amor y control”, “con la tranquilidad del desesperado”, con esa rabia contenida y mezclada con melancolía.

Han pasado pocos días desde que detuvieron a mi hija. Miro alrededor y escucho cifras, porcentajes y estadísticas de la crueldad de la dictadura. Sigo observando al señor hasta que la oportunidad de un refrigerio, a mitad de la actividad, sirve como excusa para que un tercero nos presente. Me dice su nombre pero solo logra que evoque el de su hijo: Fabián Urbina. Ese nombre golpea mi dignidad, me duele y me lesiona. No tengo palabras, él lo sabe y calla.

Cuando quien nos presenta le comenta que soy el padre de la muchacha de la foto, también calla. Un silencio nos hace cómplices de un dolor compartido.

Me dice que gracias a Dios yo la pude abrazar. No tengo respuestas, en ocasiones no responder dice mucho más que cualquier cosa. Me habla de Fabián, de cómo llegó a enterarse, después de que lo asesinaron, de que escribía. Me pide que cuide a mi hija. Mi respuesta lo sorprende. No sé cómo, le comento. Ya esos muchachos perdieron el miedo, comenzaron una revuelta y a pesar del silencio aparente en el que se encuentran, cuando se busca la libertad no hay manera de frenarlos.

Una frase me destruye: “Ojalá yo lo tuviera a mi lado, así fuese bravo conmigo, pero a mi lado y con vida”. De ese modo me despido de Iván, el padre de Fabián, a quien asesinaron un 19 de junio. Una fecha para no olvidar.

Comienzo un proceso de asistencia y acompañamiento en una organización internacional de derechos humanos con la que ya había colaborado en el año 2014. Quieren documentar, me dicen. Contacto a otras víctimas con el mismo protocolo de seguridad, las acompaño a cada uno de los sitios donde han decidido hablar. Notas y apuntes van y vienen y así como llegan desaparecen, los testimonios son colgados de una vez en la nube.

Así conozco a Bernardo, somos contemporáneos. Entiendo su ansiedad, comprendo su temor. El 24 de julio de este año le cambió su rutina. Un encuentro directo con el represor; una fecha para no olvidar.

En plena actividad de protesta ciudadana, su esposa, que se encontraba a su lado, corrió a buscar a su hijo que había sido detenido. Ella se aferra a él, su cordón umbilical vuelve a unirse, a formarse.

Bernardo me mira directo a los ojos, entiendo su impotencia. Ella en un penal de máxima seguridad en Barquisimeto y él atado de manos luchando con una realidad que no conocía pero que en ese entonces estaba viviendo, sufriendo y padeciendo en primera persona. Intento seguir adelante con todo lo que me dice. Ambos sabemos que es mentira.

Queremos derrumbarnos pero también sabemos que no podemos.

Ya en una oportunidad escribí sobre Raúl, sobre cómo fue detenido y torturado. Describí la fuerza con la que aguantó su estadía en el pequeño campo de concentración de la Guardia Nacional mal llamado Alí Primera, en la zona norte de Barquisimeto. Nos volvemos a encontrar. Nos saludamos con afecto. Sabemos que sigue imputado y aprovechamos para  conversar en torno a los efectos de haber estado detenido tantos días y sobre las dolencias físicas que aún persisten. Intento pensar qué haría yo si me tocara vivir una situación así. En tono de confesión me dice que el día en que lo detuvieron supo, porque lo reconoció por los zapatos, que su hijo estaba en el mismo lugar protestando el día de su detención y la forma de corroborarlo fue silbándole como cuando era un niño. Al verlo voltear se dio cuenta de que estaban en el mismo sitio. “No sabía que salía a protestar, lo sospechaba pero no lo sabía”, me dice con vergüenza.

Reconoce que eso lo nubló y quizás por esa razón cuando intentaba protegerlo de la represión militar fue que lograron detenerlo.

Raúl sigue presentándose en tribunales cada ocho días pero satisfecho de ser él quien tiene que hacerlo y no su hijo.

El señor Carlos me escribe por todas las redes sociales posibles; me manda mensajes, me deja notas de voz, llamadas perdidas.

Entiendo su insistencia. El 12 de marzo de 2014 su esposa y su hija adolescente fueron detenidas junto a siete mujeres por la Guardia Nacional en el este de Barquisimeto. Las trasladaron al destacamento 47 al que le cambiaron el nombre y ahora denominan 121 con la pretensión de que se olvide lo que allí ocurrió. Como si al cambiarle el nombre a la barbarie se le cambiara su concepto.

En esa oportunidad, me decía bajito, como en secreto, que si pudiera entrar a sacarlas como fuera lo haría. Pasaron cuatro horas de agonía, incertidumbre y dolor. El señor Carlos siempre consecuente a partir del 10 de julio de este año me sigue dando ánimos, a pesar de que no hablamos mucho sabemos que podemos entendernos pues compartimos una misma angustia: la búsqueda de justicia.

Sentirnos atados, sin poder hacer mucho, es un sentimiento recurrente en quienes debemos ser los pilares de la casa. Como si no tuviésemos el derecho de flaquear o de llorar. Lo primero que hace la dictadura es hacerte creer que no tienes el derecho de llorar o de sentir miedo.

Ese llanto y ese temor reprimido nos permiten avanzar. La búsqueda de la justicia es una deuda con nuestra dignidad y con nuestros afectos. Allí estamos y así seguimos avanzando.

Nunca una frase dolió tanto: prohibido olvidar.


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