El pasado domingo, en hora en la que hasta los gallos roncan, recibí con el inevitable sobresalto suscitado por llamadas tempraneras, un correo de voz de un enigmático remitente, identificado con un número inútil de marcar –“El suscriptor que usted ha llamado no puede ser localizado; por favor, intente su llamada más tarde”–, que descubrió, ¡eureka!, un error y una omisión en artículo de mi autoría, “¡Llegó el oso!”, publicado en estas páginas ese mismo día. Nada comentó del contenido, disfrutó de sus imperfecciones formales; y, aunque el abaritonado trémolo de su voz no ocultaba el sádico placer de quien se solaza con la desgracia ajena, logró que me abandonara el sueño. Una vez despabilado, revisé las ediciones digital e impresa del periódico: en ambas, obscenamente conspicuo, como mosca pataleando en un vaso de leche, saltaba a la vista un «que» relativo no suprimido en apremiante revisión; a tal urgencia ha de atribuirse también la falta de un vocablo que desequilibró una oración. No encontró el gramático madrugador ninguna coma desubicada. Por fortuna, pues, según Cortázar, ese signo de puntuación es «la puerta giratoria del pensamiento», metáfora con la que nos invita a colocar una virgulilla antes o después de “la mujer” en la frase «Si el hombre supiera realmente el valor que tiene la mujer andaría en cuatro patas en su búsqueda», a objeto de saber cuán machistas o feministas somos.

Digresión aparte, las erratas señaladas, pasadas por alto en vertiginosa lectura, dan fe de la sensatez de quien conceptuó a la prisa de plebeya y del soberano, ¿Napoleón?, ¿Fernando VII?, ¡vaya usted a saber!, que solicitó a su ayuda de cámara le vistiese despacio porque estaba apurado. Sí, desde que el hombre pudo dimensionar el espacio y mesurar el tiempo, supo que, además de un lugar adecuado para cada cosa, hay momentos oportunos para la acción. Por eso, el juicioso sugiere dar tiempo al tiempo; por eso mismo, la paciencia es virtud y se la encomia en mitos y leyendas ancestrales. Se cuentan por centenas, si no millares, máximas y aforismos productos de la sabiduría popular y la reflexión intelectual. Es bíblica la paciencia de Job y proverbial la china –esta puesta a prueba por el vernáculo default fríamente calculado para sufragar la religiosa limosna con que la mafia roja domeña a los adherentes indispensables para su supervivencia–, y se cita indistintamente a Confucio y Lao Tse como autores de una sentencia –«La sabiduría y la prudencia de nada sirven si no se presenta una ocasión propicia; los buenos arados nada pueden por sí solos, si no se presenta una estación favorable»– que acaso no pertenezca a ninguno de los dos. Newton, que además de alquimista, matemático y físico era teólogo, se preciaba de su paciencia y pensaba que a ella debía su enorme contribución a las ciencias. Quevedo, que murió cuando Isaac apenas gateaba, dejó dicho lo que ahora es refrán: «La paciencia es virtud vencedora. La impaciencia es vicio del demonio». Y es la impaciencia –intranquilidad producida por algo que molesta o no acaba de llegar (DRAE)– lo que aquí y ahora nos ocupa y preocupa.

A juicio del columnista colombiano Andrés Hoyos (“Epílogo venezolano”, El Espectador, 7/11/2017) «el gobierno de Maduro ha demostrado ser inepto para absolutamente todo, menos para mantenerse en el poder». Agregaríamos a su dictamen que, con tal ineptitud, el régimen colmó el vaso de la paciencia de sus antagonistas y precipitó un salto al vacío para que cada quien arrimara la sardina al brasero de su proyecto particular y navegara por los meandros de la atomización, abandonando la corriente unitaria, de modo que hoy, sin cohesión alguna, la fallida oposición no encuentra en qué palo colgar la soga de su ahorcamiento. Parte de ella, con la aquiescencia del conformismo burocrático y leguleyero, es pastoreada hacia el redil merenguero del diálogo quisqueyano, buscando lo que no se le ha perdido; otra, más radical, se decanta por un libreto inmediatista sin pensar en la escenificación. Parecen ignorar que cambios trascendentes no ocurren de repente como en la ya vieja Onda Nueva de Aldemaro Romero –“De repente/ como el niño que se vuelve adolescente/ como quien se vuelve loco/ y confunde su pasado y su presente”–. La Revolución francesa no comenzó el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Esta fue el punto de inflexión de un movimiento que venía gestándose desde que la ilustración cuestionara el derecho divino de la realeza, la burguesía emergente recogiera el guante para reclamar protagonismo político y el pueblo llano se hartara de privaciones, altos precios y gravámenes abusivos. Tampoco la Revolución rusa se inició en 1917: tuvo su embrión en 1905 con las huelgas y protestas contra Nicolás II, historiadas con el remoquete de Domingo Sangriento. Hay, entre los moderados y exaltados del patio, una corriente, ¿alterna?, que, desde el destierro, se propone tumbar al nicochavismo a punta de golpes de 140 caracteres. A estos ciberinsurgentes Fernando Mires les recordó que «la política de y en el exilio no existe, y se debe abandonar la idea de conducir un proceso político en el que no se participa».

«Nunca permitas que tus pies vayan por delante de tus zapatos», aconsejan los escoceses, gentes que, con jóbico aguante, esperan la maduración de sus espirituosos para prevenir el ratón de la impaciencia, ese que nos afecta cuando consumimos whiskies baratos embotellados fuera de las highlands. Por no seguir tan inteligente advertencia, apostando al todo o la nada, rescatamos una embarcación a punto de naufragar, cuyo mascarón de proa salió a flote e indemne y, con inocultable satisfacción, respira el oxígeno del continuismo. Al constatar los efectos contraproducentes del exceso de velocidad de quienes creen llegada la hora sin consultar el reloj de las condiciones objetivas y subjetivas, evoco la meditabunda postura de El pensador de Rodin, entre otras cosas, porque hoy se celebra el Día Mundial del Retrete –así lo dispuso la ONU en el contexto de la iniciativa Saneamiento para Todos, argumentado que los retretes salvan vidas, aumentan la productividad, crean empleo y hacen que las economías crezcan–, sitio para el cavilar profundo en el que convendría recluir a esos pilotos de fórmula uno a ver si aflojan la chola. Un poco de parsimonia les vendría bien. Por mi parte, espero tener paciencia suficiente para revisar a fondo estas mil y tantas palabras.


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