Como era de esperarse la cumbre entre los presidentes Donald Trump y Kim Jong-un, ha sido noticia de primera plana. Más allá de su indudable significado histórico al ser el primer encuentro entre Estados Unidos y la República Popular Democrática de Corea, con el que se pretende superar décadas de tensiones y hostilidades, ese interés se ha multiplicado por las intransigentes características de los protagonistas de dicho encuentro y el prolongado intercambio de amenazas que lo precedió que parecían colocarnos al borde de una tercera confrontación mundial. Quizás este riesgo haya servido de elemento disuasivo motivador de la cumbre.

Resulta prematuro hacer vaticinios sobre sus resultados porque se trata de un acuerdo genérico en el cual ambos líderes se comprometen a cooperar para el desarrollo de unas nuevas relaciones entre ambos países y para la promoción de la paz, la prosperidad y la seguridad de la península coreana y del mundo, con las desconfianzas del caso. Además de aplaudir la celebración de dicho encuentro, me surgen interrogantes sobre sus motivaciones.

El presidente Trump ha dado un enorme salto al superar las trabas existentes para un acercamiento con su enemigo más frontal, además lejano no solo geográficamente sino también en materia de intercambio, mientras mantiene inamovible la forma caprichosa y confrontacional como viene manejando las relaciones con sus vecinos tanto en materia comercial como migratoria, así como las grietas creadas con sus naturales aliados europeos con una política proteccionista que hizo fracasar la reunión del G-7, cuyas decisiones tienen consecuencias riesgosas que incluso han sido advertidas por el FMI.

Por su parte, Kim Jong-un, presidente por transmisión hereditaria como nieto del indiscutible caudillo Kim Il-sung, ha ganado fama de inculto, infantil y caprichoso, y de una crueldad inusitada que incluso superaría la de sus ancestros no solo con el pueblo coreano sino también con su familia, específicamente en la forma en que se supone mandó a asesinar a su tío y su medio hermano. La veracidad de estos asesinatos es difícil de corroborar por tratarse de la dictadura más hermética del planeta y también porque la posverdad se aposenta como nunca por doquier, pero no es imposible de creer debido al extremo e incesante despotismo de esa monarquía que se pregona socialista. Como una muestra que nos tocó de cerca recordemos los 7 crueles años de prisión e incomunicación del poeta venezolano Alí Lameda por expresar divergencias en tiempos del presidente eterno.

Tampoco deja de sorprender que un líder con las características del gobernante norcoreano, que se ufanó de su poderío nuclear y mostró una férrea decisión de seguir adelante, no solo se haya reunido con el presidente de Estados Unidos, sino que haya sido el primer líder de ese país en cruzar la frontera desde 1958 para reunirse en el mes de abril con el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, quienes en la Declaración de Panmunjon se comprometen a firmar la paz y trabajar por “una completa desnuclearización” de la península, propósito recogido en el acuerdo con Trump. Así mismo, prometen el cese de las hostilidades y convertir la zona que divide la península en una zona de paz.

Se incluyen en este acuerdo temas que yo catalogaría como los más trascendentales para el sufrido pueblo coreano, como son los de organizar una reunión de las familias que quedaron divididas por la guerra, conectar y modernizar las vías de ferrocarril y carreteras a través de la frontera e incluso continuar la participación conjunta en eventos deportivos, incluidos los Juegos Olímpicos de Asia de este año. La posibilidad de una reunificación nacional es un profundo deseo en la sensibilidad de un país roto.

De concretarse estos acuerdos se confirmaría que es importante esperar y observar antes de sentenciar, y se sumaría a los paradójicos casos históricos de conflictos resueltos por líderes insospechados. Ojalá se viralicen.


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