Al re-cuerdo –más que a la memoria– de Carlos Rangel

La doctrina del así llamado tercermundismo parte de la presuposición de que existen unos países que son más desarrollados y poderosos que otros, dando por sentado “el hecho” de que los primeros –como consecuencia del inevitable intercambio económico, social y político mundial– se aprovechan de la ingenuidad, la buena fe y la disposición de los segundos, para terminar sacando mayores y más jugosas ventajas, reduciéndolos a una pobreza cada vez mayor, mientras que ellos –los primeros– se van enriqueciendo groseramente. De manera que la “balanza” siempre termina inclinándose en favor de los más astutos en detrimento de los más ingenuos. Hay algo del discurso rousseauniano sobre el origen de la desigualdad de los hombres en el trasfondo de semejantes presupuestos. Y es que –como diría Rousseau– de no haber existido relación e intercambio alguno entre esos países, de haberse mantenido en la condición originaria, “natural”, sin relación alguna, los unos y los otros tendrían un grado más o menos similar de desarrollo. Los platillos de la balanza se hubiesen mantenido equilibrados. Pero, más allá de los discursos sin tiempo y de los supuestos paraísos primitivos idílicos, característicos de la ratio iluminista, fue a partir del ensayo de Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, que comenzó a consolidarse esa doctrina que puede resumirse en los siguientes términos: la prosperidad de los países desarrollados es la consecuencia necesaria del saqueo al que han sometido a los países no desarrollados. Esa es la causa de su pobreza. Se trata, por cierto, de un argumento absolutamente contrario al pensamiento de Marx.

De hecho, quien conozca las investigaciones de Marx sobre el modo de producción asiático sabrá que sus conclusiones describen un régimen de opresión, caracterizado por el despotismo tributario, la explotación –hasta el aplastamiento– del hombre por el hombre y el mayor de los atrasos culturales. En su Manifiesto comunista exalta a la sociedad burguesa como uno de los mayores logros históricos obtenidos por la humanidad, entre otras razones por haber establecido nexos de interdependencia entre las naciones: “El descubrimiento de América y la circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes y ofrecieron un nuevo terreno a la naciente burguesía. El mercado de las Indias orientales y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el aumento de los medios de cambio y de las mercancías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un impulso hasta entonces desconocido y, al mismo tiempo, favorecieron el rápido desarrollo del elemento revolucionario que se hallaba oculto en el seno de la sociedad feudal en descomposición”. Marx no habla de la “resistencia indígena”, sino del “descubrimiento”. No habla de aprovechamiento de unas naciones sobre otras, sino de “intercambio”.

Como –no sin agudeza– afirma Carlos Rangel, “al primer pensador del siglo –se refiere a Marx, citando palabras de Engels– no se le ocurrió jamás sostener que el desarrollo de los países imperialistas y el atraso de los territorios coloniales se debiera en forma sensible a las relaciones (odiosas, quién lo duda) de dominación de los primeros sobre los segundos, nexos en los cuales veía más bien Marx la única promesa del progreso para las áreas que hoy llamamos Tercer Mundo”. En fin, concluye Rangel, “si la tesis de que el imperialismo y la dependencia han determinado la desigualdad de las naciones, tuviera algún fundamento sólido en lugar de ser un edificio propagandístico ad hoc sostenido más por la fe (y por la mala fe) que por los hechos, habría que preguntarse cómo pasaron inadvertidas para Marx y Engels y están ausentes de su formidable esfuerzo por entender y explicar toda la historia”.

Fue durante el Segundo Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en 1920, que los argumentos de Hobson, Hilferding y Lenin sirvieron de sustento a lo que hoy ha terminado por convertirse en un lugar común: detrás de una nominal soberanía nacional, se oculta la real esclavitud de la gran mayoría de la población mundial a manos de una poderosa minoría imperial. A partir de ese momento, el escenario de la confrontación mundial queda fijado entre los países capitalistas desarrollados (el “primer mundo”), la URSS (el “segundo mundo”) y sus aliados (el “tercer mundo”), conformado por “las vanguardias revolucionarias” y los “movimientos nacionalistas” de los países no desarrollados. De modo que la tan difundida consigna de “la liberación nacional y el socialismo” tuvo ahí, en aquel Congreso, sus primeras entonaciones.

De nuevo, los argumentos de Marx habían sido desestimados para dar paso a la recién fundada franquicia leninista. Los países no desarrollados conquistarían el socialismo no a través del máximo desarrollo de sus fuerzas productivas y de sus relaciones de producción, es decir, de la creación de riqueza y abundancia. No, pues, a través de la formación cultural, el desarrollo pleno de todas las potencialidades individuales y de la meritocracia, sino a través de la asistencia “solidaria” y “antimperialista” de la Unión Soviética con los países pobres, siempre y cuando se hicieran miembros alineados de la Internacional Comunista, de la recién creada franquicia bolchevique. Las palabras de Stalin, en 1924, resuenan hoy en las anacronías de algunos cuantos trasnochados: “El camino hacia la victoria de la revolución mundial pasa por la alianza de los comunistas con los movimientos de liberación antimperialista de las colonias y los países dependientes”. Ni se trataba ya de que los trabajadores, profesionales y técnicos, de convicciones democráticas, como sostenía Marx, formaran parte del movimiento. Bastaba con sustentarse sobre el odio de los impotentes y resentidos contra Occidente: “La lucha del emir de Afganistán por la independencia es revolucionaria, no importa que sus opiniones sean monárquicas. Es revolucionaria la lucha de de los empresarios y burgueses de Egipto por la independencia, aunque estén opuestos al socialismo”. Y así se fue conformando un bloque que, desde entonces, encontró el leitmotiv para expiar sus falencias, su corrupción abierta y su estructural ineficiencia en aquellos países que, con el desarrollo de la educación y la tecnología, fueron capaces de producir y acumular riqueza.

Hoy las cosas han cambiado. La Unión Soviética se reestructuró y renovó. China abandonó la “revolución cultural” del maoísmo para devenir un gran imperio. Ambos, bajo sus ancestrales signos de tiranía, han crecido y han desarrollado enormemente sus fuerzas productivas y sus relaciones sociales de producción. Según Lenin, ¿se les podría calificar como amigos de los pueblos no desarrollados? Pero hay regímenes tercermundistas que aún siguen pensando en las bondades de la “alianza solidaria” con sociedades que ni los conciben como aliados ni son solidarias con sus súbditos.


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