La joven recobra la conciencia cerca de su casa. Su ropa, húmeda por la lluvia, se adhiere con fuerza a su cuerpo y dibuja una figura que pronto será de mujer.

Se niega a continuar en la pesadilla. Desea que los rostros de los monstruos que gobiernan Venezuela se desvanezcan y dejen de existir, pero esos rostros no desaparecen solo por desearlo. Su abuelo se lo dijo cuando la llevó al hospital J. M. de los Ríos, en Caracas. Allí les explicaron que no podían atenderla porque había bacterias y no tenían medicamentos ni aire acondicionado. Eso fue, creo… hace tres días.

La niña sigue caminando, aprieta el caracol donde escucha el rugir del mar encolerizado. Su cabello ensortijado se enreda entre sus dedos marcando la coreografía de una danza torpe y su rostro, de manera súbita, se torna rojo conteniendo un grito que podría desgarrar la noche… ¿Por qué gritar? –se pregunta. Ya la pesadilla está pasando ¡Quiere volver! Su casa pequeña y vacía. Su casa ahora llena de miedos. Su casa tapizada con historias que su abuelo le contaba. Su casa… la espera.

Sí, su casa de paredes desteñidas, refleja el abandono, la soledad y la miseria en la que vive. La puerta grande y con grietas, la cerradura oxidada, la pintura marrón y gastada la invitan a pasar.

Ya dentro, escucha un ruido… Quiere correr pero sus piernas no responden. Un palpitar intenso y constante golpea su sien… Se tranquiliza. Seguramente el viento cerró la puerta. Claro, eso fue.… Avergonzada, sonríe por haber sentido miedo. El abuelo siempre decía que no hay que temerle a los espacios vacíos ni a las paredes con grietas, ni siquiera a los muertos porque el miedo lo producen los vivos, a ellos sí hay que temerles.

Entra al cuarto. Se quita el vestido y lo extiende. Mañana estará seco –piensa mientras su cuerpo cae débil sobre un periódico que está en el suelo.

Cubre su desnudez con la manta vieja que perteneció a su madre, que heredó de su abuelo y que alguna vez cobijó a su hermano que en paz descanse. Está confundida. En realidad no sabe cuántos días han pasado desde que su abuelo…

Se escucha otro ruido. Esta vez proviene de ella. Es su estómago revolviéndose por dentro. El hambre se queja y lo hace con tanta fuerza que le produce dolor. Había escuchado que el hambre dolía pero nunca lo había sentido, al menos no así.

Enciende una vela y acerca su cara al periódico. Un niño en blanco y negro, con rostro cadavérico, barriga hinchada y costillas talladas en relieve por encima de la piel, la mira con ojos de papel… Sus ojos, ¡qué impresionantes sus ojos!, los más grandes e inocentes que en su vida haya visto… pero esos ojos de tinta negra como los ojos tristes de los niños del hospital, irremediablemente se convertían en naturaleza muerta. “El gobierno está matando a nuestros niños”, dijo su abuelo ese día.

La niña lee el titular que está a la izquierda: “Nicolás Maduro aprueba 56 millones de euros para uniformes y armas militares”. Lee el titular arriba de la foto: “Protestaron en el hospital J. M. de los Ríos por la muerte de seis niños”.

—¿Seis?… Cuando fuimos eran más –dice en voz alta y se asusta al no reconocer su propia voz, ahora lánguida y débil. No puede más y llora… La tinta del periódico se corre formando una mancha que esparce con la mano en un intento infantil por borrar los ojos del niño que seguía mirándola. Inocente y esperanzada, sonríe e imagina lo maravilloso que sería si los problemas se pudieran borrar así. 

Un escalofrío repentino la hace temblar, abraza de nuevo su cuerpo tratando de calentarse y de callar su estómago que ahora le duele más. No lo tiene hinchado como el niño de la foto, sin embargo, sus costillas sí están talladas en relieve y por encima de su piel. Gira la cabeza tratando de apartar la idea de la muerte, mientras los huesudos dedos de sus manos sueltan el caracol y libres juegan entre ellos detrás de su espalda. Fue entonces cuando lo vio… Ya no por última vez, sino para siempre.

Su abuelo estaba frente a ella.

—Es cierto, no son seis, son más… –dice el viejo con voz cansada– Por ti ya nadie puede hacer nada. Ojalá y los venezolanos no se depriman y en lugar de destruirse entre ellos, salven a los niños que aún están vivos.

El anciano toma entre sus brazos el alma pura de su desnutrida nieta y besando su frente, con ella en brazos, camina hacia la luz…

—Mi niña, ya no eres sombra –fue lo último que el abuelo dijo.


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